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Los desayunos imposibles

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He huido de los bares de mujeres y sus desayunos, porque, entre otras cosas, me negaba a hacer carantoñas a los bebés con tal de no formar parte de la masa embrutecida. No veo la televisión ni quiero escuchar a nadie contando lo que han dicho en televisión, mucho menos me interesan las vidas de unos demás que conozco. Conclusión: Lo que no puede ser es tener más que un ligero retraso y hablar como una catedrática, con el mismo empuje. Con ellas sentía que vivía en la década de los 50 de Sylvia Plath, que escribía: “Así que empecé a pensar que tal vez fuera cierto que casarse y tener niños, equivalía someterse a un lavado de cerebro, y después una iba por ahí idiotizada como una esclava en un estado totalitario privado”.

He salido del redil de las mujeres que desayunan en grupo, porque prefiero leer, y me he topado con la cruda realidad. Los desayunos en solitario se han convertido en una misión imposible. En esta tierra, (y en muchas tierras más), observo que no se puede hablar con hombres desconocidos, quedas como una buscona. Yo, como Plath, hablaría con todo el mundo, pero en Arkansas parece que está prohibido. Una vez, en un bar, todo iba bien charlando con un cliente, hasta que un día se volvió loco y comenzó a señalar con aspavientos a todos los hombres del bar: ¡qué guapa, qué guapa! Otro cliente se puso a cantar mientras yo sacaba tabaco de la máquina. Los hombres cantan, silban, son la orquesta cantora. Tal parece que una camine rodeada de pájaros.

Claro que hay hombres decentes, justo los que no hablan y te dejan leer en paz. Dice Virginie Despentes, en Querido Capullo, que todo espacio público es territorio de caza para los hombres. Leer esto me causa mucha tristeza, pienso que las cosas deben cambiar, tenemos derecho a ocupar el espacio público, sin miedo a ser agredidas o asaltadas.

De los clientes que pretenden conversar, y que suelo rehuir para mantener intacta esa reputación femenina que no acabo de entender, opino como Nietzsche: “Odio a quien roba mi soledad sin, a cambio, ofrecerme verdadera compañía”. Leer y desayunar es mi único objetivo, no voy buscando hacer amigos, menos en Arkansas, donde nadie lee y una persona que no lee me parece lo más aburrido de este mundo.

Ahora, voy al bar de un hombre estupendo, al que le da absolutamente igual que yo esté en su bar, así que albergo alguna esperanza de poder desayunar a diario allí. La cuestión es mirar el paisaje evitando en todo momento hacer contacto visual con los clientes varones, y, sobre todo, centrarte en tu libro y en las sensaciones: uy, qué deliciosa tostada, qué árboles más bonitos, qué aromático café. Muchas veces renuncias, y no vuelves a aparecer por el bar, así que practico la cultura del tragar para no tener más problemas. Ya lo decía la guionista de Thelma y Louise, Callie Khourie: ¿Qué clase de mundo es este si no puedes responder a una agresión? Porque la expulsión sistemática de las mujeres del espacio público es una agresión. Aquí, (y allí, que esto también pasa en las ciudades), muchos hombres son ejecutores sin sueldo del patriarcado, como si fueran a heredar la corporación, y ni sabiendo lo que están haciendo. Hay una desconfianza terrible hacia la mujer sola y forastera, siempre esperan que cometas un error. Hay que flotar para no molestar, y así, nos empujan de malas maneras a casa, a la invisibilidad. Propongo el hashtag #QueremosIrSolasALosBares.

La escritora Naoise Dolan dice que “muchos vivimos y trabajamos en un entorno que causa depresión”. Según la medicina antigua griega, el entorno es uno de los pilares más importantes de la salud. Un entorno represor nos enferma, por eso voy a la ciudad a menudo, aunque esto del machismo es algo universal.

Parezco Greta pasando calamidades en Arkansas. Una vez metí la pata gravemente y fui a un “bar de incels”. Estaba lleno de hombres, todos haciéndose la pelota los unos a los otros, desayunando de caliente, no una simple tostada, un desayuno que está reservado exclusivamente a los hombres. Todos morados de cerveza a las 10 de la mañana. Ahí sufrí las miradas de desaprobación, que simplemente querían decir: te has atrevido a entrar en nuestro territorio. No he vuelto jamás, claro, por si me cae un bofetón por profanar el espacio de los misóginos. Recuerdo a una joven enfadada que se sentó en la terraza de un “bar de hombres”, y era como decir: me siento aquí y me tomo un café, porque me da la gana. Eso es: porque nos da la gana.

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