Estupefacta desde mi silla de oficina, y estupefacta desde mi sofá rojo de Ikea, me pregunto cuánto durará la escalada de tensión bélica. La escalada de palabras nucleares. Miro a mis hijos y me pregunto si tendré que correr a sus colegios a buscarlos, a buscarlos entre el caos de una amenaza radiactiva. Imagino que los tendrán en el patio para que las familias podamos sacarlos lo antes posible. Me pregunto a cuál de los dos encontraré primero, y si a la guardería corriendo llegaría antes mi marido o yo. ¿Se quedarán las profesoras hasta que lleguemos? También tendrán hijos a los que salvar. ¿Con quién estará Cora? Me pregunto si después llegaremos a tiempo al metro para poder escondernos bajo tierra, o si me reencontraré con mi marido entre un tumulto de gente asustada, en la boca de metro. Y estas fantasías apocalípticas me generan insomnio, pero a la vez me hacen ser consciente de mi vida perfecta, perfecta, donde mi preocupación actual es encontrar la mejor extraescolar para nuestra hija, en cuadrar el horario de entrada al trabajo para llevar a los tres al colegio. ¿Cuántos millones de personas tienen una vida bélica, una vida sin certezas básicas? Qué suerte nuestras vidas, españolitos milenials, capitalismo del norte. Qué desgracia la pobreza. ¿Y qué podemos hacer para desescalar? ¿desde nuestros sofás, desde nuestras sillas de oficina? Médicos sin fronteras, amnistía internacional: save the children. Inditex, el Papa, China, Elon Musk. Que no llegue el día en qué nos preguntemos cuál fue el momento en que ya no hubo marcha atrás. Que alguien hago algo para parar esto. (Y recuperemos la consciencia de intentar un mundo mejor)