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La educación no puede alimentarse de sí misma

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Hace algún tiempo leí a un responsable de un MAES (Máster en Educación Secundaria, obligatorio para trabajar en la Educación pública) quejarse de que, por mucho que intentaran que su alumnado se cuestionara sus concepciones sobre el aprendizaje (ya sabéis, memorístico versus significativo y todo eso), apenas lo conseguían. Jóvenes de veintipocos años, con educación superior y todo el ímpetu que se supone a esa edad, resultaban de lo más tradicionalistas a la hora de analizar cómo debería ser el aprendizaje de nuestros niños y adolescentes. Al preguntarse por las razones de esta mentalidad – dejo a un lado, por el momento, lo que tenga o no de acertada – la atribuía a una poderosísima fuente de ideas previas: su propia experiencia como alumnos de Primaria, Secundaria, Bachillerato, etc.

Creo que, en lo esencial, esta persona tenía razón. Repito que no me voy a enzarzar en una discusión sobre cómo se aprende, ni, mucho menos, cómo debe plantearse su trabajo el profesorado. Me interesan las ideas previas, la concepción del mundo – o de una parte de él – que todas las personas tenemos. Si nuestras ideas están enraizadas en algo tan inconsciente como lo que hemos vivido desde muy niños, mal vamos a hacerlas conscientes, y, por tanto, mucho menos podremos someterlas a crítica. Nuestras primeras etapas vitales están teñidas de afectividad (la racionalidad llega después) y ¿cómo vamos a ir contra nuestros afectos? Esto explicaría, entre otros fenómenos, por qué la Iglesia se aferra con fuerza a ocuparse de la educación de niños y adolescentes.

Sin embargo, lo que si es posible para este público (jóvenes universitarios veinteañeros, estudiantes del MAES) es cuestionar con argumentos o pseudoargumentos lo que vienen a “enseñarles” algunos profesores de este máster. En algunos casos, estos últimos adoptan un papel de “predicadores” de una buena nueva pedagógica, lo que justifica, por supuesto, la reacción: “¿Este/a me viene ahora con estas chorradas, a mi que llevo 20 años de estudiante, me va a decir cómo hay que enseñar?” En otras ocasiones, el alumnado (el profesorado de Secundaria mañana) se remite a argumentos de sentido común (“los insectos siempre han tenido seis patas : yo te lo digo y tú me lo cuentas después”), ad hominem (“este será un desertor de la tiza”) o incluso recurre a conspiranoias (“la secta de los pedagogos se ha apoderado del Ministerio/Consejería”). Casi cualquier cosa vale antes que admitir que unos supuestos advenedizos nos digan cómo tenemos que enseñar.

Esto tiene mala solución. Recordemos que costó varios siglos sustituir la Física del sentido común por la de Galileo y Newton, y tampoco estoy seguro de que el paralelismo sea completamente válido. En cualquier caso, hay algunos hechos que están muy apoyados en evidencias. Por ejemplo, que nuestros estudiantes no aprenden, ni mucho menos, lo que los documentos oficiales dicen que deben aprender. Claro que, al ser la educación un fenómeno multifactorial, cada actor educativo (administraciones, profesorado, familias, alumnado, etc.) puede cargar en otros actores la responsabilidad de los malos resultados. Lo que no es de recibo es que la educación se alimente de sí misma, también en sus resultados negativos. Urge hacer una reconstrucción racional del proceso educativo y llevarla a las aulas.

Pero no va a hacerse.

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