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La extrema derecha: una historia de pura conspiración capitalista

Un acto de Vox

Claudia Collar

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La extrema derecha lleva acechando la vida política institucional décadas. Después de la construcción del estado de bienestar tras la segunda contienda mundial, parecía que estos partidos habían desaparecido. Sin embargo, bastó el auge neoliberal de los 70 y la crisis económico-financiera de la primera década del presente siglo para entender que nunca se habían ido. Y que mientras haya capitalismo y conspiración, la impronta ultraderechista quedará grabada en los sistemas políticos indefinidamente.

Basta con revisar muy superficialmente la historia reciente de Europa para darse cuenta de que el rearme ultraderechista va siempre de la mano con una pronunciada pauperización de la clase obrera: el crack del 29 y la crisis económico-financiera de 2008 son el ejemplo por antonomasia de hitos que abrieron sigilosamente la puerta parlamentaria a la extrema derecha europea. Sin embargo, un aspecto que pasa comúnmente desapercibido son las teorías de la conspiración que alimentaron y todavía alimentan el ideario de estos partidos.

Si analizamos los discursos de los líderes de la extrema derecha alemana y austriaca del s. XX, aprehendemos rápidamente que el antisemitismo impregnaba cada frase de sus respectivos idearios. No obstante, la persecución de los judíos no es una mera consecuencia del racismo de estos partidos, sino que su estigmatización fue en la mayoría de los casos un recurso en absoluto inocente de la extrema derecha para encontrar culpables de los males sociales de la época y autoproclamarse su azote oficial.

Desde la Antigüedad hasta el s. XVII aproximadamente, los culpables fueron pobres, brujas y judíos, seres egoístas, oscuros y, por supuesto, siempre extranjeros. En la Edad Media, los masones relavaron a los judíos y llegaron a asumir la “culpa” de la Revolución Francesa. En el s. XIX, volvió a alimentarse el odio a los judíos hasta tal punto que, como bien afirma José Luis Rodríguez Jiménez en su libro La extrema derecha europea, llegaron a presentarse como “influyentes empresarios y financieros o como feroces revolucionarios financiados por la banca judía dispuestos a derribar las estructuras capitalistas”, lo que constituye una contradicción en sí misma.

En el s. XX, los judíos empiezan a organizarse políticamente a través del movimiento sionista tras las persecuciones que tienen lugar en países como Rusia. Con la revolución y la guerra civil, la rusa zarista necesitaba buscar un responsable para la revolución bolchevique, así que recurrió de nuevo a ellos. Lo mismo ocurrió en los países europeos en los que, a partir de los años 20 empezó a gobernar la extrema derecha. Los países fascistas, pero especialmente el régimen nazi de Adolf Hitler, encontraron en el judaísmo el responsable para casi todos los males que sufrían los alemanes: la derrota en la Primera Guerra Mundial, la humillación del Tratado de Versalles, la crisis económica de los años 30, etc. La Guerra Fría también se alimentó de nuevas teorías de este tipo. El concepto de “enemigo interior” en la URSS y en los países de la órbita soviética o el macartismo en Estados Unidos son un claro ejemplo.

En la actualidad, el paradigma de los movimientos ultraderechistas europeos es el mismo, si bien el contenido de las teorías cambia. La mayor parte de los partidos de extrema derecha rechazan, por marketing político, el antisemitismo del que bebían sus predecesores, pero usan otras teorías conspirativas para atraer a su electorado, como, por ejemplo, la islamización de occidente y la consecuente pérdida de una supuesta identidad nacional, entre otros. Si a esto le sumamos la progresiva pérdida de derechos materiales y sociales (y tenemos en cuenta que los mocos de Dani Mateo en la bandera de España han dado más de que hablar que la muerte de Amal Hussain en Yemen), entenderemos rápidamente que la teoría de la conspiración triunfa, y que la extrema derecha aplaude.

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