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Les Misérables
Victor Hugo escribió en 1862, una de las obras cumbres de la literatura universal, “Les Misérables”. De ella se han hecho varias versiones cinematográficas, series de televisión, adaptaciones teatrales y musicales, lo que ha contribuido a la difusión (con mayor o menor acierto) de la obra de Victor Hugo. Por lo que, Jean Valjean, su protagonista, entró en nuestras casas. En nuestras vidas. Todos conocemos su historia que arranca con una condena a prisión por robar una hogaza de pan para sus sobrinos en una Francia que se encontraba en el periodo de restauración de su monarquía, mientras el pueblo se moría de hambre.
158 años después, el director de cine francés, Ladi Ly, presentó en el Festival de Canes, su “Ópera Prima” con el mismo nombre que la obra de Victor Hugo y obtuvo el Premio Especial del Jurado. Las dos obras nada tienen que ver entre sí, salvo que la miseria tiene otro color, otro lenguaje y otros desarraigos. Pero el poder es el mismo.
He visto la película en dos ocasiones y, al hilo de lo que ocurre estos días en Francia, he vuelto a recordarla. Si el cine comprometido, el cine social tiene la virtud de trasladar al espectador las contradicciones de la sociedad en la que vivimos, de denunciar las raíces de las desigualdades sociales y sus consecuencias (Kean Loach, es el mejor referente), el director francés, Ladi Ly, lo consigue en su “Opera Prima” y nos advierte que el espíritu de Jean Valjean continúa vivo.
En el film, se muestra con especial crudeza una realidad que pervive en los barrios periféricos de Paris (los “Benlieue”) en manos de mafias que montan sus particulares chiringuitos (drogas, objetos robados, tráfico de influencias, fundamentalismo islámico…) todo un cóctel explosivo en el que crecen las nuevas generaciones de chavales que matan el tiempo con gamberradas que es su “escuela” de aprendizaje a la espera de hacer algo gordo que les dé el título de “aptos para la acción”. Es el fracaso del modelo de integración. Son franceses pero franceses de segunda clase.
Un policía, tras una redada, hiere a un chico en un ojo y a partir de ahí, se desata la ira colectiva adolescente que ni los propios “capos” (temerosos de que ello perjudique sus negocios) conseguirán parar. La guerra de guerrillas estalla y ya nada volverá a ser igual. La dureza de las imágenes de la película sólo es comparable a lo que está ocurriendo estos días en la vida real en Paris y otras ciudades francesas.
La diferencia de lo que ocurre en la vida real y el film, podríamos, entre otros, poner el acento en la heterogeneidad de los activistas causantes de los destrozos en estos días. No son sólo “Banlieues” sino chicos de clases medias, muchos de ellos de 14/15 años que se organizan a través de las redes. La violencia está fuera de control ya no se trata sólo de quemar contenedores y coches o saquear negocios, la acción ha pasado a atentar directamente contra alcaldes y sus familiares con coches bomba.
Enmanuel Macron, incapaz de dar respuestas al conflicto, desbordado por los acontecimientos. Los partidos políticos de izquierdas con sus habituales retóricas de diagnosis (copiar y pegar), mientras la extrema derecha haciendo caja y a esperar. ¿Sólo esperar?...Algunos han detectado la incorporación de elementos subversivos, especialmente preparados en la dinámica: acción/reacción.
Esto no tiene nada que ver con los “chalecos amarillos” ni con la “reforma de las pensiones”. Aquellas manifestaciones se inscribían en el ADN de la capacidad reivindicativa de la tradición francesa. Era y es política. Esto es otra cosa.
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