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Yo lo que no quiero es molestar

Miembros de la asociación Derecho a Morir Dignamente se concentran en la Puerta del Sol a favor de la aprobación de la ley de eutanasia este jueves en el Congreso. EFE/ Chema Moya

Onán Pérez Hernández

Médico adjunto de Medicina Interna —

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En las últimas décadas se ha producido un debate sobre la muerte digna que se está resolviendo progresivamente con legislaciones despenalizadoras de la eutanasia, como acaba de ocurrir en España con la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia.

Aunque la eutanasia activa y el suicidio asistido suponen un conflicto ético para el personal sanitario, en la medida que provocan un salto cualitativo en su actuación, no es ese el motivo de mi reflexión, más bien quiero exponer mi experiencia sobre el contexto en el que aparece la ley y poner sobre la mesa algunos aspectos que considero que hay que tener en cuenta para lograr el objetivo que se propone: la dignidad humana al final de la vida.

La eutanasia, buena muerte, es algo que, lógicamente, todos querríamos para nuestros familiares y para nosotros mismos. Y desde luego, es lo que querría cualquier médico para sus pacientes cuando llega el momento en el que cualquier intento de cura es fútil y mantener la vida solo conlleva sufrimiento físico, psíquico y moral. Por eso me parece injusto que este término se reserve para una de las formas de buena muerte, para la forma activa, que es la novedad que introduce esta ley. Morir bien también significa morir sin dolor, sin sufrimiento, acompañado por tus seres queridos y con la consciencia de que el momento llegó, que no faltó nada por hacer. El otro eufemismo de eutanasia activa fue el de muerte digna. Ahí creo que tengo incluso más reparos, porque lo que es realmente digno es la vida. La muerte es un hecho inevitable y nuestra obligación es conseguir que las vidas sean dignas hasta el final. Y este final de la vida no es solo la muerte. Incluye un tiempo, que puede ir desde unas horas hasta varios años, en el que adquirimos la consciencia de que la muerte existe, es real y nos llegará.

Por mi experiencia, la mayoría de las personas cuando saben que están al final de la vida quieren seguir viviendo, aunque es cierto que quieren seguir viviendo si logran una mínima situación de bienestar. También he conocido a quien quería que su vida acabara y nos pedía ayuda. Aunque sean pocos, no merecen menor atención para que su dignidad se mantenga. En cualquier caso, hablar de vida digna en vez de muerte digna nos cambia el marco. No para decir que quien da la vida y la quita es un dios y que no debemos meternos en sus asuntos. No. Hablar de vida digna es hablar de cuidar. Y sin cuidados, difícilmente se puede hablar de buena muerte.

En España, al contrario que en la pionera Holanda, existen los cuidados paliativos antes de que se legalizara la eutanasia activa. Aunque aún falta mucho, su desarrollo ha sido enorme en las últimas décadas. No solo hablo de medios, sino de cómo nos hemos concienciado de su necesidad, tanto el personal sanitario como la sociedad. Los que hoy plantean los cuidados paliativos como alternativa a la eutanasia activa son los mismos que hace décadas estaban en contra del uso de morfina para aliviar a los enfermos en situación terminal. Eso da cuenta de cómo hemos evolucionado. Pero hace falta mucho más, pues cuidados paliativos no solo significa sedación. También significa apoyo, alivio y soporte. Amortiguar el golpe que supone saber que la muerte es real. Desde luego, hacen falta unos cuidados paliativos bien instaurados y su expansión debe continuar.

Pero hablar de cuidados significa algo mucho más amplio. En nuestro país, un 20,7% de las personas mayores de 65 años tienen algún grado de dependencia. Necesitan cuidados, pero se ven metidas de lleno en la época de la generación sándwich (aquella que tiene hijos pequeños a los que atender y padres mayores ya con necesidades de cuidado). Existe una ley de dependencia, pero deja sin cobertura a unas 250.000 personas. Solo reciben ayudas el 8,5% de nuestros mayores, frente a un 18,4% de los holandeses. España gasta un 0,7% del PIB en cuidados, frente a Holanda, que invierte un 3,7%. Tenemos 4 trabajadores en el sector por 100 personas mayores y 66,4 camas por 1.000. Holanda, 8 trabajadores y 87,4 camas. Esta es la edad en la que se deja de tener una actividad económicamente productiva, la que han ejercido casi toda su vida. Su poder adquisitivo decae, hasta el 15,7% están en riesgo de pobreza y exclusión. Y no paran de decirnos que las pensiones no se pueden pagar. Encima, no terminamos de salir de la crisis económica de 2008, con sus recortes en sanidad y su copago farmacéutico, y nos metemos de lleno en una pandemia que satura los recortados hospitales. Una infección que afecta más a los mayores y que ha puesto sobre la mesa el debate sobre quien merece más la atención sanitaria. Es cuando comienzan las enfermedades y cuando se ve morir a las amistades y familiares de la misma edad, incluso algunos más pequeños. En España, en torno a un 20% de las personas mayores de 65 años tienen síntomas depresivos. Así pasa con frecuencia que, cuando ves en la consulta a una persona mayor traída por un familiar que se tuvo que pedir el día en el trabajo, o cuando la ves regresar a urgencias y sabe que su hijo dejó a los nietos con los vecinos para poder acompañarla, lo primero que te dice es “Ay, yo lo que no quiero es molestar”. Y con mirarle a la cara sabes que no es una frase hecha.

Como en el ejemplo de los nuevos defensores de los cuidados paliativos, las leyes no solo recogen los cambios sociales, no solo se adaptan a la realidad. También pueden producir cambios en nuestra forma de percibir y de entender las cosas. Y eso depende del contexto. Si entendemos que la vida siempre es digna, también sabremos que los cuidados son la prioridad.

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