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El nuevo fascismo ha venido

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El fascismo ha venido y todos sabemos cómo ha sido, al contrario que la llegada de la primavera contada a los niños por Antonio Machado, que nadie sabía cómo había sido. Se fueron acomodando a nuestro lado seres de brazo en alto, ceño fruncido y colmillo retorcido, rebozados en banderas; sujetos, en fin, persuadidos por el intangible apoyo divino, emisores de incesantes vivas a la patria y a la familia como su dios manda.

“Yo pienso que Mussolini fue un buen político, que todo lo que hizo lo hizo por Italia. No ha habido políticos como él en los últimos 50 años”, afirmó Meloni, la presidenta de Fratelli d’Italia, hace años. Sigue pensando igual. Acompañada con frecuencia de Salvini y de la estatua de cera de Berlusconi ha recorrido la campaña de manera triunfal.

El trabajo de la “Organización Mundial para el Blanqueamiento del Fascismo” está llegando a su objetivo final. Las derechas políticas, jaleadas por el énfasis de las mediáticas, han ido normalizando el discurso fascista. Consideran que la victoria de Meloni es un gran triunfo para la mujer y para la democracia. A la coalición ganadora en Italia la denominan conservadora o centroderecha a Vox, constitucionalista. Pedro Sánchez y su gobierno, en cambio, son socialcomunistas e Irene Montero, pederasta. Que Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas, la denomine “ultraderecha ‘ma non troppo’” me produce desasosiego. Si se refiere a que tendrán como obstáculos a la UE, al Estado de derecho y a una ciudadanía que se rebelaría contra el recorte de libertades, habrá que recordarle el asalto al Capitolio, que no ocurrió en Estados de desecho como Hungría o Polonia, sino en EE. UU. Espero que no, pero nadie puede asegurar que un día no triunfe algo parecido. Si alude a que es ultraderecha “pero no demasiado”, no me tranquiliza, no vaya a ser que, aprovechando la concurrencia a su alrededor de optimistas, ingenuos, enjalbegadores, confiados e interesados, cuando se quiten la careta se vea la realidad demasiado tarde, que son “ultraderecha ‘molto’”.

Lo de Fernando Savater supera cualquier pronóstico. O no. Su columna sabatina en El País ha pasado de obsesiva y monotemática a profascista. La del pasado 1 de octubre, En vilo, traspasa todas las líneas. Defiende a Meloni y llama totalitarios a los ministros de UP, los cuales nunca han pasado de proponer políticas que en otros lugares llamarían, simplemente, socialdemócratas. El exfilósofo escribió en La tarea del héroe: “He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza”. Sin embargo, su ideología política ha evolucionado desde el pensamiento libertario hasta la vileza ultraconservadora. No se han cumplido sus deseos. Al intelectual se le ha deteriorado el entendimiento y ahora se dedica a cultivar el odio. Influido por Nietzsche, Cioran y Spinoza, entre otros, según él mismo confesó en su día, cuesta imaginar que ahora lo esté por Mussolini.

Ya sabemos cómo surgieron el fascismo y el nazismo tras el descalabro económico durante la Gran Depresión; no caigamos en conclusiones apocalípticas, pero tampoco cerremos los ojos. Poco a poco, el neoliberalismo, que fue socavando el Estado de bienestar, se infiltró incluso en la socialdemocracia (recordemos la tercera vía de Blair). Ahora, también están en crisis tanto los modelos neoliberales (EE. UU. con Trump) como los socialdemócratas (Suecia, Italia) por falta de respuesta a la situación actual.

Al arraigo en gran parte de la sociedad de una ideología ultraconservadora de miedo y odio a lo distante y a lo distinto se le suma la abstención de un electorado desengañado por la insuficiente acción, cuando no la manifiesta inacción, de las izquierdas. Italia es el ejemplo. La política ha caído en desgracia a manos de la economía de “mercadeo” y ello ha dañado gravemente la democracia. La extrema derecha ha aprovechado ese cabreo popular cargando contra la política y la democracia, no contra los culpables, las élites económicas. Mientras la izquierda italiana se busca entre los escombros de la tibieza, Meloni gobernará. ¿Aprenderemos aquí que hay que dejarse de cobardía en la aplicación de políticas progresistas?

Para mantener y mejorar el Estado de bienestar se necesitan impuestos. La batalla de los impuestos es política e ideológica. La derecha de Feijoó, Moreno y Ayuso favorece a los ricos y la izquierda a los trabajadores. Queda mucho por hacer, pero hay que profundizar en una fiscalidad progresiva que luche contra las desigualdades, que paguen más los que más tienen, a pesar de las dificultades de avanzar en ese sentido por la feroz oposición de estos; del poder económico, en fin. Por cierto, la progresividad fiscal no es un invento diabólico de peligrosos socialcomunistas, sino que figura en el artículo 31 de la Constitución, aunque el constitucionalista PP de Feijoó (que se reúne a escondidas con el líder de Vox) se lo calla. La “impositofobia” de la derecha es directamente proporcional a su “privatizofilia”; o sea, que cada uno se busque la vida. Moreno Bonilla, el “moderao”, quita impuestos a los ricachones andaluces y pide dinero al Estado para la sequía. Menudo caradura.

El Gobierno de coalición ha llegado a un acuerdo para los Presupuestos de 2023. Las cuentas pactadas por PSOE y Unidas Podemos suponen un récord de gasto social de 266 700 millones de euros y un aumento del 23% en las inversiones del Estado. Estos presupuestos y las leyes progresistas aprobadas en esta legislatura van en el buen camino, pero la intoxicación provocada por bulos y exabruptos de la derecha ha llegado a límites insospechados. Los más perjudicados votan a quienes más los perjudican o se abstienen. Es necesario proceder a una desintoxicación basada en el buen hacer y en la valentía, sin caer, de nuevo, en el miedo a los poderes económicos. ¿De acuerdo, PSOE?

A la espera de que Savater escriba una Ética para el ultraconservador, debemos parar los pies al fascismo que ha venido, que está de nuevo aquí.

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