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Oppenheimer

Marcelo Noboa Fiallo

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Estos días, la “casualidad” ha querido hacer coincidir (¿o ha sido el Dios Hollywood?) dos películas que están reventando las taquillas de los cines: 'Barbie' y 'Oppenheimer'. De la primera nada tengo que decir porque no la he visto, ni pienso verla (me ha sido suficiente con los insufribles anuncios y lo que leo). Mi tiempo es demasiado escaso como para perder dos horas con un producto hollywoodiense que probablemente no entienda nada de la historia que se me cuenta porque nunca regalé a mis hijas una muñeca Barbie. Pero ellos ya han conseguido que el color que más odio, el rosa, invada las calles y ciudades de medio mundo.

En cuanto a la segunda, 'Oppenheimer', está destinada a recibir todos los galardones de la industria del cine y de los certámenes en los que esté presente. Su director, Christopher Nolan, consigue algo que cada vez es más difícil en el cine, atraparte en los primeros minutos de la proyección y olvidarte de que tienes tres horas por delante (mi única preocupación fue que mi vejiga me traicionara).

Reconozco que estoy chapado a la antigua (el envejecimiento es lo que tiene) porque pertenezco al “club de los 90” (no sé si existe). Siempre he defendido que una historia te la tienen que contar en 90 minutos, como lo hacían los clásicos. Pero es verdad que el mundo está lleno de paradojas. En un tiempo en el que la prisa manda, en el que todo cabe en un tuito en un video de segundos de TikTok, Hollywood se ha empeñado en duplicar el tiempo de metraje de los clásicos, de los maestros del cine. Los mismos que viven enganchados a un tuit no tienen inconveniente en soportar tres horas frente a la pantalla de una sala de cine. Paradojas del mundo en el que vivimos.

La película está construida sobre un sólido guion que abre el camino a unos diálogos brillantes que permiten el lucimiento de Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh, Kenneth Branagh y hasta del histriónico Robert de Niro (10 minutos escasos en la pantalla). Pero es sin duda alguna Cillian Murphy ('Oppenheimer') quien con su mirada consigue atravesar la pantalla para convencernos de que lo que se está contando es cierto como la vida misma. No es sólo su mirada, son sus silencios convertidos en metalenguaje que nos acentúan lo que ya sabíamos. Es la ciencia al servicio del poder, en un tiempo en el que las armas convencionales dejaron de representar la fuerza de intimidación para dar paso a las armas de destrucción masiva. La bomba atómica construida en una ciudad artificial de Nuevo México (EEUU) marcaría un nuevo tiempo y, una vez ensayada en Hiroshima y Nagasaki, ya no habría vuelta atrás. El mundo había entrado en la era nuclear. En la era del horror. Albert Einstein se lo recuerda a Oppenheimer y el presidente Truman, a su vez, termina recordándole al padre de la bomba atómica cuál es su papel, la de un científico al servicio del poder: “¿Usted se cree que en Japón alguien sabe quién es usted?. Ellos sólo saben que yo ordené lanzar las bombas”. Debía quedar claro que en la carrera nuclear entre la Alemania nazi, el representante del “mundo libre” y la oscuridad del mundo soviético, los EEUU de América serían los primeros.

Oppenheimer con su pasado vinculado a la causa de la Segunda República española y con su apoyo económico a las Brigadas Internacionales durante la Guerra Incivil española sufrirá la repugnante persecución del veneno del macartismo que infectó a una sociedad que vive bajo el paraguas paradójico de la estatua de la libertad. El guion compite en brillantes entre los diálogos de la ciencia y los del “juicio” macartista que veían comunistas hasta en la sopa.

Excelente película, pero sigo pensando que todo esto, Christopher Nolan, me lo podía haber contado en 90 minutos.

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