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Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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Aina Gallego - @ainagallego

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Chile: el regreso del debate constituyente

Manifestación en Santiago de Chile

Alejandro Corvalán

Por más de tres décadas, Chile se ha regido por las instituciones diseñadas durante la dictadura del general Pinochet. La transición democrática fue resultado de un pacto que implicó mantener, en lo sustantivo, el orden jurídico consagrado en la Constitución de 1980. Desde entonces, la discusión sobre el ordenamiento jurídico ha permanecido latente dentro de la sociedad chilena y hoy ha recobrado un nuevo ímpetu. En los últimos meses, el debate por cambios estructurales ha sido particularmente acentuado dentro de la Concertación, coalición de centro-izquierda que administró el poder hasta la llegada de Piñera, y que tiene en la ex presidenta Michelle Bachelet la primera opción para volver al gobierno el año 2014.

¿Por qué el debate constituyente aún persiste en Chile?

El marco jurídico chileno es uno de los mejores ejemplos en el mundo de un deliberado y controlado diseño institucional. Su propósito fue, por una parte, proteger el legado económico del gobierno militar, y por otra, prevenir el resurgimiento de la polarización e inestabilidad política. En el primer ámbito, la Constitución chilena no es neutral en una serie de materias económicas sino que, por el contrario, privilegia la economía de libre mercado y da preeminencia a lo privado por sobre lo público. El Estado es relegado a un rol subsidiario, es decir, sólo actúa en materias donde los privados no pueden o no quieren intervenir. En el terreno político, las leyes chilenas limitan los mecanismos de democracia directa, imponen altos quórum de reforma legal y consagran un sistema electoral con severos problemas de competencia y representatividad.

La singularidad de esta imposición institucional no admite paralelos: el pacto de la transición chilena no fue aquel de la Moncloa. El propio Pinochet continúo al mando de Ejército durante los primeros dos gobiernos de la transición, velando por el buen cumplimiento del acuerdo.

Actualmente, la crítica a la Constitución chilena tiene tres aristas. En primer lugar, se la tilda de ilegítima. La carta fundamental fue diseñada íntegramente por sectores conservadores provenientes de la clase alta chilena, bajo el poder monopólico que les garantizó el gobierno militar; fue votada en 1980, en plena dictadura, mediante un plebiscito sin competencia ni registros electorales. Así, las leyes chilenas no son el resultado de un pacto social sino que representan los sesgos ideológicos de un gobierno antidemocrático.

Segundo, el cuerpo legal chileno ha sido considerado como desigual. La no neutralidad de la Constitución indica justamente que algunos grupos se ven más beneficiados que otros. La sobreprotección del derecho de propiedad y libertad de empresa ha redundado en ventajas económicas para la clase empresarial chilena, mientras que al mismo tiempo un Estado abstencionista enfrenta severas limitaciones para garantizar los derechos sociales, como educación y salud, a los sectores más relegados del país. Adicionalmente, el sistema político ha sobrerrepresentado a los partidos de la derecha en el parlamento y los municipios, dándoles un poder de veto que han usado sistemáticamente para oponerse a cualquier intento reformista. Como consecuencia de este diseño, Chile exhibe altos índices de desigualdad económica, la mayor segregación escolar del mundo, bajas tasa de participación electoral y desconfianza hacia la democracia como mecanismo de representación.

Y la tercera crítica, detonada por el clima de conflicto social que atraviesa por segundo año el país, apunta a la ineficiencia de las instituciones chilenas en el largo plazo. Durante los primeros años de transición, el modelo generó crecimiento económico y estabilidad política. De hecho, Chile tuvo durante los 90s una de las tasas de crecimiento más altas del mundo. Al mismo tiempo, fue considerada una democracia estable, con un fuerte sistema de partidos y los mejores índices de gobernabilidad de la región. En parte, el legado de la dictadura chilena se consolidó en el tiempo debido a su innegable eficiencia inmediata.

No obstante, esas mismas instituciones hoy dan muestras de obsolescencia. El principio de subsidiariedad impide al Estado una acción vigorosa para disminuir la brecha social, mientras que el sistema político muestra fallas evidentes a la hora de incorporar y procesar las demandas ciudadanas. La crisis de despolitización que ya asomaba hace una década, hoy ha dado paso un alto nivel de movilización social en materias muy diversas y transversales. Un sistema que por una parte acrecienta la desigualdad y por tanto el conflicto social, y que por otra no es capaz de encausarlo formalmente, es ineficiente en garantizar la estabilidad en el largo plazo.

La Constitución chilena fue una sobrerreacción conservadora al trauma del quiebre democrático en los 70s. Pero las nuevas generaciones, aquellas que no vivieron la dictadura, no ven la necesidad mantener el país amarrado por una camisa de fuerza.

Los partidos de la Concertación están divididos a la hora de impulsar una agenda reformista que no pase necesariamente por el parlamento. Por muchos años, existió entre ellos la decisión política de mantener las reglas del juego heredadas de los militares. Pero el debate aún persiste. Bachelet, de resultar electa, deberá resolver si reconstruye el acuerdo liberal/conservador que dio sustento a la transición chilena o si recoge las demandas de modernización hechas por los nuevos ciudadanos, iniciando así una renovada época de institucionalidad democrática en Chile.

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