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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

Marta Romero - @romercruzm

Pablo Fernández-Vázquez - @pfernandezvz

Sebastián Lavezzolo - @SB_Lavezzolo

Víctor Lapuente Giné - @VictorLapuente

Luis Miller - @luismmiller

Lídia Brun - @Lilypurple311

Sandra León Alfonso - @sandraleon_

Héctor Cebolla - @hcebolla

¿Qué podemos aprender de Uganda?

Ferran Martínez i Coma

En los últimos tiempos, los españoles nos hemos vuelto más indecisos en lo que a política se refiere. Hace 15 o 20 años, la gran mayoría declaraba llegar a la campaña electoral con su voto determinado. Para que se hagan una idea, según los datos postelectorales del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en 1996 un 90% decía que tenía su voto decidido antes del inicio de la campaña electoral. En 2008, era un 79%. En las elecciones pasadas, el 63%. Se puede afirmar, por tanto, que los nuevos actores –Podemos y Ciudadanos- han hecho que aumente la incertidumbre. En cierto sentido, es lógico: hay más opciones y el ciudadano tiene más dónde elegir.

Este nivel de indecisión también podría utilizarse como indicador de la importancia de las campañas electorales. De hecho, en los estudios académicos sobre campañas electorales, el aumento de la indecisión es un factor que explica la importancia de estas. Si se piensa, es normal: a medida que menos gente tiene su voto decidido antes de los 15 días de campaña (mas los otros 15 de precampaña), más atención deberían prestar los ciudadanos a lo que sucede durante estas. España no es una excepción y los datos que se muestran en la tabla no son exclusivos de nuestro país.

Si la indecisión es mayor y hay más en juego durante la campaña, parece lógico (y de salud democrática) que durante esta, se proporcione toda la información posible a los ciudadanos. Una campaña electoral tiene dos funciones básicas: controlar y dar publicidad. La primera es contrastar si las promesas realizadas hechas se han cumplido: si es así, el gobierno lo hará saber; caso contrario la oposición nos lo cuenta. Hay infinidad de casos: piénsese en la subida de impuestos de Bush padre y su frase “lean mis labios: no habrá nuevos impuestos” y el anuncio clásico de Clinton. La segunda función es la de publicidad: contarnos que van a hacer si llegan al gobierno.

Lo mejor de un debate electoral es que ambas funciones de la campaña –publicidad y control- se producen a la vez. Compárenlo con un meeting: nadie controla al candidato (así, en masculino) y nos cuenta lo que más le conviene. En un debate, hay alguien que da la réplica. Y si hay moderadores que hacen su trabajo, el público aprende, pues puede corregir al candidato en caso de imprecisiones, inexactitudes o, simplemente, mentiras. Además, los debates permiten que comparemos propuestas. Dos factores más a tener en cuenta a favor de los debates: 1) Son baratos (ya hablé aquí del coste de las elecciones); 2) proporcionan buenas audiencias a las cadenas.

Una excusa recurrente para escabullirse de los debates es sobre el formato que deben tener: ¿A dos, a cuatro, todas las fuerzas? Por ejemplo, como ya conté aquí, tanto en 1996 como en 2004, el PP dijo que un debate a dos era antidemocrático y debía ser a tres o más bandas. La excusa de Gabriel Elorriaga, el director de la campaña del PP en 2004, fue aún más peregrina: no aceptó el debate porque “el PSOE no aspira a gobernar, sino a formar un conglomerado de izquierdas”. En 2015 Rajoy se negó (aún no sabemos por qué) a debatir con Sánchez, Iglesias y Rivera y sólo aceptó un cara a cara con Sánchez.

Este año, en nuestro país, solo se van a celebrar dos debates electorales. El primero fue el pasado domingo entre Pablo Iglesias y Albert Rivera en la Sexta, donde ambos reconocieron que debatir entra en el sueldo que ganan. El siguiente es a cuatro el próximo lunes, día de partido de la selección española. El PSOE pidió hacerlo el martes pero como dijo Óscar López “en este país se hacen los debates que decide el PP, y son lentejas”. Obviamente, es un problema que un partido condicione (o se niegue) la celebración de los debates. Tampoco convence que Sánchez no debata con Iglesias o Rivera (a dos o a tres).

Algunos candidatos proponen regular por ley la celebración de los debates. Esperanza Aguirre sugirió debates de dos en dos pero no uno con todas las fuerzas pues hubiera sido un “todos contra el PP”. A mi juicio, en esta campaña debiera haber debates a dos (cara a cara) entre las cuatro fuerzas, un debate como el que está previsto a cuatro y, obviamente, uno con todos los partidos en el Parlamento. Pero se podría innovar en los formatos. ¿Por qué no permitir que los ciudadanos pregunten? (sin filtrar previamente). ¿Por qué no dejar que periodistas hagan preguntas difíciles? Alguien puede contraargumentar que son demasiados debates y que se satura al espectador. La respuesta es que el espectador sabe elegir qué quiere ver o escuchar.

Por último, una nota comparada. ¿Cuántos de ustedes consideran a Filipinas un referente en lo que a democracia se refiere? ¿Qué podemos aprender de Nigeria? ¿Y de Uganda? De entrada, y sin ser especialistas en esos países, puede parecer que poco. Sin embargo, en Uganda este año han celebrado dos debates electorales y en Nigeria en 2015 otros dos. En Filipinas, cuatro. La comparación con algunos países vecinos es dura. En Irlanda el pasado febrero fueron seis. Y en Portugal, ocho. Ocho.

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