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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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La salchicha democrática

Cola para votar en las pasadas elecciones del mes de mayo.

Ferran Martínez i Coma

Para muchos, la historia electoral de un país -cómo, quién, cuándo, y dónde se consigue el voto- es un asunto de interés limitado. Los escritos que describen estos procesos suelen ser tediosos, cargados de jerga legal y conceptos abstractos; además de largos, con letra pequeña y papel del malo.

Hasta que lees el libro de Judith Brett “From Secret Ballot to Democracy Sausage: How Australia got compulsory voting”, y todo lo de arriba deja de ser cierto. ¿Qué cuenta Brett? Con la excusa de explicar los motivos y la logística con la que Australia pone en marcha el voto obligatorio, Brett ha escrito un libro sobre la historia electoral en la que nos cuenta cómo y por qué se implanta el voto secreto -lo que se conoce como 'Australian ballot', y con él la democracia moderna en aquel país.

Entre 1846 y 1851, la población del estado de Victoria, cuya capital es Melbourne, pasa de 32.000 a 77.000 habitantes. En 1861, supera el medio millón. Es lo que tiene descubrir oro. Muchos de los que llegan habían estado vinculados a los movimientos cartistas en la metrópoli. Sabían leer y estaban al corriente de los escritos de Mill y Bentham. En ellos se denunciaba el poder y los privilegios injustificables de la aristocracia y defendían una mayor representatividad del parlamento. Por aquella época, Australia todavía no era Australia -el país se funda formalmente el 1 de enero 1901-, pero la idea de que la creación de un nuevo país ofrece una oportunidad para que a través del diseño institucional se laminen los viejos intereses y privilegios cala.

Estos inmigrantes -cuidado, Abascal- no andaban muy equivocados. Tenemos que volver a Gran Bretaña. En 1832, el parlamento británico aprueba la 'Great Reform Act', que implicaba importantes cambios en el sistema electoral. Se criticaba, por ejemplo, que mediante el sistema anterior, poblaciones con pocos habitantes (los 'rotten borroughs', donde la compra de votos, además, era más fácil) tuvieran representación, mientras que ciudades como Manchester o Birmingham, que habían crecido mucho, permanecieran excluidas. Un segundo cambio, fundamental, fue la expansión del cuerpo electoral en más de 217.000 hombres -las mujeres, ni pensarlo- al relajarse los requerimientos para poder votar. Aprobar la reforma no fue fácil. Entre marzo y octubre de 1831 se produjeron dos intentos fallidos porque la Cámara de los Lores está en contra. En 1832, el Primer Ministro Charles Grey (sí, el del té) propone una tercera reforma que casi le cuesta el gobierno, pero que acaba siendo exitosa.

La reforma se aprueba con la oposición de la aristocracia (que en la votación se abstuvo), pero incluyendo algo que será un golpe maestro: el voto abierto. Es decir, vas a poder votar, pero todos vamos a saber a quién o qué votas. Es evidente que esto es un problema: muchos granjeros, pequeños comerciantes e inquilinos no tenían propiedad sino que la alquilaban. Y sabían que si votaban en contra del candidato del casero, podía haber represalias (y las había). De ahí que el voto secreto se entienda -y sea- como un mecanismo para limitar la capacidad del poder económico de traducirse en poder político.

Volvemos a Australia, volvemos a Brett. En un contexto de fortísima influencia inglesa, la primera crítica a la propuesta de implantar el voto secreto es que es una propuesta 'no-inglesa' ('un-English') y que los secretos son del ámbito femenino. Literal. Brett sugiere que esto sea un constructo protestante y hostil a la confesión católica.

Lo mejor de todo, y aquí viene la ironía del asunto, es que precisamente con el advenimiento del sufragio universal masculino casi total, la dinámica de los argumentos a favor y en contra del voto secreto se invierte. Ante el auge del movimiento obrero y el crecimiento en número de los simpatizantes laboristas, pasan a ser los conservadores los que pasan a defender el voto secreto como necesario para proteger a la ciudadanía de la intimidación de las masas radicales. Argus, el periódico conservador de Melbourne, deviene en un adalid en la defensa del voto secreto como protección ante los “excesos” de la democracia: “Sería de poca utilidad escapar de la influencia malvada de los propietarios y amos, para caer bajo el yugo de una mayoría tirana”[1].

El libro de Brett también muestra que hay razones prácticas además de normativas detrás de la adopción del voto secreto. Habla del papel histórico fundamental de unos pocos pero comprometidos funcionarios públicos que sostuvieron el sistema. Y muestra cómo la evolución del régimen electoral respondió también a errores de cálculo, como la extensión del voto entre los hombres, o posteriormente entre las mujeres. El libro explica también por qué se les restringe el voto a los aborígenes (argumentos racistas mediante) cuando lo tenían en 1901 reconocido, por qué se vota los sábados; y por qué cuando se va a votar en Australia se come una salchicha (de esto doy fe después de observar varias elecciones en varias zonas de distintos niveles socioeconómicos). De hecho, 'Democracy sausage' fue lapalabra del año en 2016. Definición: “salchicha hecha en la barbacoa servida en una rebanada de pan, comprada en el lugar de la votación el día de la elección”. Están buenas y ahora hay también vegetarianas.

El libro de Brett solo está por ahora disponible en inglés, pero alguien debería plantearse su traducción. Todos los interesados en conocer cómo nacen las democracias electorales modernas aprenderán con él.

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[1] La cita exacta dice: “It would be of little use to escape the evil influence of landlords and masters, to fall beneath the yoke of a tyrant majority” (Brett, 2019: 19)

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