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Conviviendo con barricadas: la angustiante rutina de vecinos y comerciantes

Operarios trabajan en la limpieza del centro de Barcelona.

EFE

Barcelona —

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“¿Se puede arreglar este mundo? Contéstame sinceramente, ¿tú qué crees?”. Empezamos bien la crónica, Dominic. “Yo creo que no. ¿Para qué quemar cosas, entonces? No lo veo bien”, se responde a sí mismo.

Explica Dominic en el cruce entre las calles Casp y Pau Claris, a una manzana de distancia de la batalla campal vivida el viernes en la plaza Urquinaona, que de los 63 años que tiene lleva “muchos” durmiendo como buenamente puede en la calle.

“Y quién lo diría, ¿eh?”, pregunta con una amplia sonrisa mientras presume de imagen. Dice que no cree tener él la culpa de que hayan encarcelado a unos políticos: “Haberse ido como el otro -se intuye que se refiere a Carles Puigdemont- y no haber hecho el burro”, razona.

José, camarero de un restaurante cercano de raíces onubenses, critica a su turno que “cuatro niñatos con la adrenalina a tope que no entienden de política” copen los titulares de la prensa y no se fije la mirada en las masivas movilizaciones pacíficas de rechazo a la sentencia del Tribunal Supremo.

El restaurante en el que trabaja cerró el viernes a las 21.30 horas y el sábado por la noche ni siquiera abrió. Visto el panorama, el teatro Tívoli, situado a pocos metros de distancia, también canceló la función que tenía prevista. Ni falta hace hablar del teatro Borrás, espectador privilegiado de la enorme barricada que separaba la línea policial de los centenares de jóvenes que lanzaban todo tipo de objetos, fuegos artificiales incluidos.

Uno camina por el centro de Barcelona y repara en ciertas cosas que indican que algo ha pasado estos días por aquí. Resulta que no hay contenedores -¿han ardido ya todos?- y que las bolsas de basura reposan directamente en el suelo, que las oficinas bancarias han recibido repetidos martillazos y que partes del asfalto muestran un inconfundible color negro resultado de las barricadas ardiendo.

Hay más pintadas reivindicativas de lo habitual y faltan partes de las aceras, cuyos adoquines fueron utilizados para atacar a los agentes. Algunas terrazas han perdido elementos dado que tiestos, sillas y parasoles alimentaban el viernes el fuego.

A este periodista se le ocurre que igual quien más ha salido ganando es una de las farmacias situadas a dos calles del lío, pues el gas lacrimógeno y las balas de goma causaron más de un herido.

“¿Me estás tomando el pelo, no?”. Esta farmacéutica barcelonesa, que prefiere no revelar su nombre, está que trina. Hace una semana que, día tras día, asegura, los manifestantes prenden una barricada frente a su negocio.

“Esto es el caos. Y el caos lleva a la ruina. La guerra nunca lleva a beneficios para los pequeños”, comenta indignada esta mujer, que por poco da un tirón de orejas a su interlocutor. “Con quien de verdad me enfado es con quien prende la mecha e incita a poner barricadas. Los otros no son más que carne de cañón”, apunta.

Bilal tiene 28 años. Nació en Pakistán y tras siete años en la capital catalana hace ahora seis meses que regenta el quiosco de la plaza Urquinaona. Se olía que habría bronca, así que a las 13.00 horas del viernes ya bajó la persiana. Los cristales de su negocio atestiguan que la noche fue de todo menos tranquila.

Le suena algo de unos “presos políticos”, pero admite no estar muy enterado. Solo espera que la situación se calme, aunque relativiza lo que está pasando: “En Pakistán, amigo, en Pakistán las cosas sí que están mal”.

Husen y Sayed son de Bangladesh y ambos atienden en dos supermercados 24 horas en la calle Roger de Llúria. Explican que el viernes sus tiendas bajaron la persiana a las cinco de la tarde y no abrieron hasta la mañana siguiente. Otros dos bangladesís de igual oficio intentan entender las preguntas de este cronista, pero ni Google Traductor logra facilitar las cosas.

Quienes “alucinaron” fueron los clientes del lujoso hotel Palace, en Gran Vía con Roger de Llúria, que se sitúa cerca de Urquinaona y a pocas calles de la Delegación del Gobierno.

Uno de los conserjes explica mientras fuma sentado en un banco que el viernes antes de las 19.00 horas ya habían cerrado las puertas y que los turistas que salieron a pasear a partir de aquella hora se podían contar con los dedos de las manos. Han bajado el ritmo de reservas y ha habido cancelaciones de última hora, afirma.

Aunque igual el más indignado es Marc, vecino de la calle Consell de Cent, que vio cómo chavales encapuchados encendían una barricada tras otra cerca del portal de su casa y reconoce que hizo “algo feo”: optó por asustarlos lanzándoles petardos TNT desde el balcón.

Martí Puig i Leonardi

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