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Izquierda rota, derecha unida

Moreno, tras ser elegido presidente de la Junta de Andalucía, el pasado jueves.

José Luis Sastre

Hay semanas sin nada y otras lo tienen todo. La misma tarde en que PP y Ciudadanos recibieron los votos de Vox para desalojar al PSOE de la Junta de Andalucía, la izquierda incubaba una doble crisis interna. De la derecha dicen que se fragmenta, que antes se arracimaba toda en torno al PP y ahora se desperdiga, pero cuanto más se fragmenta, más crece la suma de sus partidos. La derecha gobierna la comunidad más poblada de España y Pablo Casado convoca a su partido para “rearmarlo”. Aznar regresa a caballo. En el PP lo más reciente es pasado y lo más pasado es reciente. Rajoy apenas es ya un recuerdo.

De la izquierda no hace falta que digan lo que se ve de lejos: sin la Junta, Ferraz acelera contra Susana Díaz antes de que eventuales derrotas en mayo debiliten al secretario general. En Podemos, la palabra crisis se queda corta. Se trata de una ruptura, una escisión. Al partido de la revolución de las sonrisas le duele lo mismo que a los partidos viejos aunque cumpla sólo cinco años. Dijo Carolina Bescansa que los años en Podemos eran años de perro y uno duraba como si fueran varios.

Las maniobras a escondidas de Errejón y su alianza con Manuela Carmena han traído frases que hielan: “Íñigo no es Manuela”; “de algo tendrá que vivir”. Apenas quedan fundadores del partido, apenas hay territorios sin conflicto dentro de la organización. El espejo le devuelve a Pablo Iglesias una imagen rota y descompuesta. Nuevas guerras de siempre: la izquierda se ahoga en un mar de personalismos y regresa a las heridas viejas que nunca curaron. Que son políticas, claro, pero también de nombres. Íñigo-Pablo, Pedro-Susana. A este paso, los demás se encontrarán con la campaña hecha, que fue lo que le ocurrió a Vox.

Con los socialistas en La Moncloa y el partido morado como socio preferente, Podemos y PSOE emprenden el camino de desangrarse solos, para lo que no necesitan a nadie. Entretanto, los partidos de la derecha, ahora que son más y reparten sus fuerzas, exploran en Andalucía una alianza que Pablo Casado presenta como el preámbulo de lo que está por venir. Nunca estuvieron más juntos que cuando se peleaban. Las encuestas dicen –si es que eso sirve de algo – que los votantes prefieren partidos unidos y los afiliados corean –si es que alguien les oye – “unidad y humildad”. Ecos vacíos. Cuanto peores son las perspectivas de voto para el PP, más posibilidades tiene de formar gobiernos.

Hay semanas vacías y otras lo tienen todo: quién le iba a decir a Pedro Sánchez, al que su propio partido desahució en el pasado, que vería desde la presidencia del Gobierno cómo caía de la Junta Susana Díaz –quién lo iba a decir– relevada por Juan Manuel Moreno –quién se lo iba a decir, a él y a Casado, que le tenía preparado el cuchillo– gracias a un acuerdo entre PP y Ciudadanos –en eso, sorpresas pocas– con los votos de la ultraderecha a la que –de nuevo: quién lo iba a decir– nadie pronosticó tantos escaños. “Siempre creí en mí mismo”, dijo el presidente andaluz, que esperaba al final de la carambola.

Había un hilo invisible que conectaba la caída de Mariano Rajoy en la moción de censura –quién se lo iba a decir– con la salida de Susana Díaz, a pesar de sus esfuerzos por comparecer sonriente en cada plano, por asumir, desde las primeras líneas, su papel al frente de la oposición. A pesar de que cada vez que se cruce con alguien no se despida con un adiós, sino con un hasta luego que le brota de forma mecánica, a manera de ensalmo.

Así sucedió el miércoles, mientras ella buscaba su nuevo sitio abandonada por la dirección de su partido y a Moreno Bonilla lo llevaban en volandas los que nunca creyeron en él. Para entonces, José Luis Ábalos hablaba de la “grandeza” de saber marcharse. Hay frases que hielan y esta semana ha hecho un frío polar. Normal que el PP aproveche el momento para darse el calor de una convención ideológica.

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