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Podemos y la batalla de Madrid: 'Los idus de marzo'

Pablo Iglesias, con Irene Montero y Rafael Mayora, e Íñigo Errejón tras conocerse los resultados de Vistalegre 2.

Aitor Riveiro

15 de marzo de 2016. Once y media de la noche. Decenas de periodistas reciben un correo electrónico. Sus móviles vibran y la lucecita que avisa de un mensaje sin leer parpadea. Comienzan las llamadas y los cruces de mensajes de Telegram, el sistema de mensajería tipo WhatsApp que Podemos puso de moda. Se desata la estampida: Pablo Iglesias había destituido a su secretario de Organización, Sergio Pascual.

El diputado sevillano venía ejerciendo uno de los cargos más infames de cualquier partido desde la Asamblea fundacional de Podemos. Había sido el brazo ejecutor del Consejo de Coordinación de Podemos, la ejecutiva del partido, en consejos municipales y autonómicos. Su principal función: mantener la disciplina de las tropas en el blitzkrieg o guerra relámpago puesta en marcha por los generales tras el fogonazo de las europeas de 2014 y que tomó carta de naturaleza en el primer Vistalegre. Era también uno de los rostros habituales en los medios y protagonista de las ruedas de prensa tras las reuniones de la dirección del partido. Tenía innumerables enemigos internos pero contaba con el plácet de su jefe de filas y con un respaldo que lo hacía intocable, el del secretario político y número dos, Íñigo Errejón.

Intocable hasta aquel martes por la noche. Una jornada muy difícil que terminó al filo de la madrugada en el Congreso de los Diputados. La decisión de Iglesias marcó un antes y un después en su relación con Errejón. Nunca volvió a ser la misma. Ese día la lucha por el control de Madrid dio un salto cualitativo que marcaría el futuro de Podemos. Para bien y para mal. “Ahí se jodió todo”, afirma para este libro uno de las personas que mejor conoce tanto al partido como a los protagonistas reales de la llamada Batalla de Madrid.

Como número tres orgánico del partido, Pascual había afrontado decenas de crisis internas cuya trascendencia mediática había sido limitada. Había atajado acusaciones de pucherazo en procesos de primarias. Y había puesto en marcha el sistema de recaudación de fondos desde los cargos electos hacia el partido, uno de los principales motivos de queja de los territorios, que veían cómo la maquinaria central esquilmaba los escasos recursos de los que disponían. Una semana antes de las elecciones municipales de 2015, a las que Podemos no se presentaba oficialmente, el Consejo Ciudadano Estatal aprobaba una propuesta de la Secretaría de Organización para reclamar a todos los inscritos en el partido que resultaran elegidos concejales que aportaran al partido la parte de su sueldo que excediera el tope máximo determinado por el Código Ético: tres veces el salario mínimo. Un reglamento que desvelamos en eldiario.es y que, año y medio después, todavía no se había implantado de forma generalizada.

El cese fue fulminante y por sorpresa, pero no inesperado. Ese mismo día, unas horas antes de comunicar su decisión, Pablo Iglesias escribía a todos los inscritos en Podemos una carta en la que anticipaba que se deberían «asumir responsabilidades» por la crisis madrileña. “En Podemos no hay ni deberá haber corrientes ni facciones que compitan por el control de los aparatos y los recursos; pues eso nos convertiría en aquello que hemos combatido siempre: un partido más”, advertía.

Podemos vivía una de sus crisis más importantes. Quizá la más mediática desde la dimisión de la dirección del partido de uno de sus fundadores, Juan Carlos Monedero. Y, por las implicaciones que ha tenido después, mucho más importante.

El comunicado remitido a los periodistas a unas horas tan poco apropiadas tenía una tipografía distinta a la habitual y lo firmaba la Secretaría General. Era la primera nota de prensa que salía directamente del equipo de Pablo Iglesias. Y la última hasta ahora. A lo extraño del formato, algo que ya debería suponer un motivo de alerta para un periodista, se unía el propio mensaje: frío, duro y sin contemplaciones.

La Secretaría General de Podemos lamenta comunicar el cese de Sergio Pascual de su cargo como Secretario de Organización del Consejo de Coordinación.

Agradecemos el buen trabajo realizado, pero los últimos acontecimientos dan muestra de una gestión deficiente cuyas consecuencias han dañado gravemente a Podemos en un momento tan delicado como es el proceso de negociaciones para conformar un gobierno del cambio. Por este motivo, Sergio Pascual queda relevado de sus funciones en este cargo, si bien mantendrá sus atribuciones como diputado.

Hasta que tenga lugar el nombramiento de un nuevo secretario de Organización por parte del Consejo Ciudadano Estatal, las competencias de esta secretaría serán asumidas a todos los efectos por la Secretaría General.

«Una gestión deficiente cuyas consecuencias han dañado gravemente a Podemos». Una frase que da poco lugar a la interpretación. ¿Qué había pasado ese día que obligaba al cese de uno de los máximos dirigentes del partido, al filo de la medianoche y con un comunicado redactado en los despachos de Podemos en el Congreso de los Diputados? ¿Por qué una destitución tan fulminante, tan inmediata, que dejaba las competencias de la Secretaría de Organización en manos del secretario general hasta que se encontrara un sustituto?

Una semana antes de su destitución se desató la tormenta perfecta sobre el centro de poder de Podemos: Madrid. Los partidos de ámbito estatal soportan bien las crisis alejadas de la capital. Pero no las que se producen en el territorio de sus principales dirigentes. Ni la izquierda, ni la derecha. Ni los que huyen de esas etiquetas. El secretario de Organización de Podemos en Madrid, Emilio Delgado, anunció su dimisión irrevocable el 7 de marzo con un post en su blog. Dos días después se sumaban a Delgado otros nueve consejeros regionales: Olga Abasolo, Loreto Arenillas, Jazmín Beirak, Sarah Bienzobas, Cristina Castillo, César Mendoza, Pablo Padilla, Clara Serra y Leticia Sánchez. Cuatro de ellos, además de Delgado, son diputados en la Asamblea de Madrid. Los 10 son nombres desconocidos para la mayoría de la ciudadanía. Pero de puertas para adentro son relevantes. Algunos muy relevantes.

Sarah Bienzobas estaba en Podemos desde el principio. Antes, en Juventud sin Futuro. Y antes, en La Tuerka. Su participación en los primeros compases del partido fue fundamental. Su imagen era habitual en segunda fila en las ruedas de prensa. Y fue una de las principales colaboradoras del Equipo Técnico que dirigió Luis Alegre para la gestación y consecución de la Asamblea de Vistalegre. Con la extensión del partido se centró en Madrid y formó parte de la lista Claro Que Podemos en las primarias para el Consejo Ciudadano de la región que lideraba precisamente Alegre. Meses después formó parte de la dirección de la campaña de Ahora Madrid que llevó a Manuela Carmena a la Alcaldía de la capital. Cuando dimitió de su cargo en la dirección del partido en Madrid, trabajaba con el segundo teniente de alcalde de la ciudad, Nacho Murgui, y mantenía su puesto en el Consejo Ciudadano Estatal.

Es sólo un ejemplo, quizá el más paradigmático de la importancia de los dimisionarios. En Juventud Sin Futuro, Bienzobas compartió militancia con otro de los dimitidos, Pablo Padilla, quien fuera portavoz de una de las organizaciones que participó en la génesis y explosión del 15M y que luego dotó de cuadros medios a Podemos. Su presencia también era habitual en La Tuerka.

Clara Serra es uno de los rostros del feminismo en Podemos y también dirigente estatal. En el momento de su dimisión su presencia de puertas hacia fuera era menor, pero ascendente. Serra apoyó la candidatura de Rita Maestre en las primarias de noviembre de 2016 a la dirección de Podemos en Madrid, que ganó rotundamente Ramón Espinar. Un mes después, en diciembre de 2016, fue designada coportavoz del equipo técnico encargado de llevar el partido hasta la II Asamblea Ciudadana Estatal, Vistalegre 2. A diferencia de lo ocurrido en 2014 la elección la hizo el Consejo Ciudadano. En realidad, fueron Pablo Iglesias e Íñigo Errejón en una reunión bilateral.

Los nueve dimisionarios suscribieron una carta conjunta: «Queremos manifestar que nuestras diferencias respecto a la dirección política de la Comunidad de Madrid no ponen en duda nuestro compromiso con el proyecto ni tienen relación alguna con supuestas divisiones ficticias de dimensión estatal». La nota con la que Delgado anunciaba su dimisión un par de días antes coincidía en esta idea: “La ausencia de dirección política del órgano autonómico es paralizante”.

Aquella dirección política que denunciaban era ni más ni menos que la del secretario general en Madrid, Luis Alegre, cofundador de Podemos, miembro de la dirección estatal y de la ejecutiva del partido. Y la de su secretario político, el diputado nacional por Burgos Miguel Vila.

Alegre es amigo íntimo de Pablo Iglesias. O lo era, como se descubrió en 2017. Desde mucho antes de que Podemos fuera siquiera una idea. El líder se tomó la jugada como un movimiento encaminado a derribar a Alegre. Cabían pocas interpretaciones en otro sentido. Y, por tanto, derribar a uno de sus más fieles aliados en la organización. La persona a la que había elegido para llevar el partido hasta el primer Vistalegre y para comandar la que sabía que podía ser una de las regiones más conflictivas al concentrar la totalidad de los resortes de poder del partido.

En Princesa 2, la sede nacional de Podemos, no se creyeron que las dimisiones no tuvieran “relación alguna con supuestas divisiones ficticias de dimensión estatal”. Todo lo contrario. Pese a los intentos de los principales líderes del partido. El mismo día 9 de marzo Errejón remitía un mensaje interno que desveló Sergio Pascual en su canal de Telegram. «Todo lo que está ocurriendo en Madrid me entristece igual que a todos nosotros y nosotras. Está siendo un día durísimo para todos, especialmente para los y las compañeras de Madrid», aseguraba el texto, titulado Unidad, unidad, unidad.

El mensaje seguía: “Parece que algunos medios pretenden trazar una frontera ficticia entre 'moderados' y 'radicales' dentro de Podemos, como intento de encerrarnos a hablar de nosotros mismos y para tratar de crear un culebrón que no se corresponde con la realidad”. Y lanzaba una advertencia: “Correrán los rumores, los teléfonos estropeados, los opinadores hablarán y hablarán”.

Errejón desvelaba que había mantenido una reunión con Iglesias para atajar la crisis: “Trasladar un problema de Madrid a estatal [implicar a los principales dirigentes del partido en un conflicto que querían mantener en el ámbito regional] es obviamente un arma que querrán arrojar y amplificar para evitar así, hablar del escoramiento del PSOE hacia la gran coalición de la mano de Rivera. Pablo y yo hemos estado hoy un buen rato juntos pensando cómo salir al paso de este ataque, y lo vamos a parar”.

No pudieron, no supieron o no quisieron. Los “rumores” y los “teléfonos estropeados” funcionaron a pleno rendimiento. Pero no sólo por parte de los “opinadores”, como pensaba Errejón, sino, sobre todo, desde dentro.

El plan de los dimisionarios era sencillo y obvio, según se afanaron en explicar en esos días desde la Secretaría General estatal de Podemos. El objetivo, aseguraron, era que el Consejo Ciudadano Autonómico perdiera el quórum necesario para operar y así obligar a intervenir a la Secretaría de Organización estatal que dirigía Sergio Pascual. Si salían los suficientes consejeros, la dirección estatal debería nombrar una gestora de transición hasta una inexcusable Asamblea Ciudadana autonómica que eligiera una nueva dirección para Podemos en la Comunidad de Madrid. En un par de movimientos, Alegre se vería sin atribuciones y sin capacidad para detener el proceso. Un ataque por sorpresa y rápido. Una suerte de blitzkrieg que trataba de pillar desprevenido al oponente, al más puro estilo del mate pastor en el ajedrez.

Desde la órbita de Pablo Iglesias se asumió que a Alegre le querían hacer lo mismo que le hicieron meses después a Pedro Sánchez, cuando un grupo de dimisiones en bloque de la Ejecutiva propició un Comité Federal que le defenestró como secretario general del PSOE. O en otras latitudes del propio Podemos. Al secretario general de Podemos en Galicia, Breogán Riobóo, le dimitió también la mitad del Consejo Ciudadano en febrero de ese mismo año y su mandato concluyó. A nadie en Madrid pareció importarle mucho si la jugada había sido sucia o limpia. Quizá porque todo apunta a que fue el último servicio prestado por Sergio Pascual.

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