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“Los intelectuales realmente solo pueden estar en política cuando están en la oposición”

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  • Fragmento del libro “Conversaciones con Juan Carlos Monedero”, en el que el periodista Ramón Lobo entrevista al exdirigente de Podemos

En este capítulo hablamos de su papel de malo de la película, de las similitudes entre las parejas políticas Felipe González-Alfonso Guerra y Pablo Iglesias-Juan Carlos Monedero, de cómo se siente tras el terremoto de Hacienda, de la pérdida de intimidad, de si va a tirar la toalla, de si se se ve como una rémora para Podemos, de la casta y los apparátchik, de la política como un puesto de trabajo asegurado y de las elecciones como el riesgo de un ERE político colectivo.

¿Le gusta la imagen de canalla, de tipo duro, de retador que de alguna forma tiene o le han colocado?

Pues no, porque estoy convencido de que un grado más de inteligencia queda demostrado en la bondad. Hay gente que se cree muy inteligente porque es dura, incisiva, porque son como el malote del colegio. Con el tiempo me he dado cuenta de que la gente realmente inteligente es la que, a su capacidad de entender las cosas, de procesarlas y recordarlas, une una gran capacidad de empatía y compasión. Y ese es el corazón de mi pelea. Otra cosa es que, cuando estás en frentes de batalla en los que se han roto todas las reglas, en los que parece que todo vale, en los que el adversario te ve como un enemigo, en los que de alguna manera parece que lo único que importa es la victoria al precio que sea, necesariamente tienes que endurecer al menos el diálogo, porque si no careces de espacio para expresarte.

Esta imagen de dureza es una imagen construida en los medios de comunicación. Una cosa que me ocurre constantemente en las charlas, cuando termino y me quedo a conversar con algunos de los asistentes, es que me dicen: «no sabía que eras así»; porque en las charlas hago chistes, bromas, juego. Mientras que en la televisión tienes enfrente gente de colmillo retorcido, que son profesionales de la mentira y que no tienen el más mínimo escrúpulo en utilizar cualquier treta.

Le acusan de ser prepotente, vanidoso, un chulo como Cristiano Ronaldo, que transmite esa imagen en el campo aunque quienes conocen al portugués afirman que en privado no es así.

Tengo que reconocer que algo de esa imagen he tenido que dar. La cercanía que transmito cuando estoy en el cuerpo a cuerpo no tiene nada que ver, al parecer, con la imagen que doy, sobre todo en los medios de comunicación. Es cierto que los medios me roban una parte de mi esencia y me ponen un traje de guerrero samurái dispuesto a golpear aunque sea con el escudo. Es la tiranía de los tiempos, la falta de minutos para poder desarrollar un argumento, el tener enfrente a gente que grita. Eso dificulta la elaboración de un discurso más sosegado, a no ser que te lo aprendas.

Esto lo he hablado mucho con Pablo [Iglesias], que también hay que aprender a mantener las formas, a sonreír, a no crisparse. Pero es un poco injusto porque todo eso lo tienes que hacer porque das mejor en televisión, no porque sea honesto. Lo honesto es decir a un sinvergüenza: «tú eres un sinvergüenza», y a un caradura decirle: «tú eres un caradura». No puede ser que vayas a un plató de televisión, como me ha ocurrido, un tipo te lance una mentira y luego en la pausa publicitaria sonría y te diga: «es que así son las cosas». No, así no son las cosas: tú eres un pedazo de mierda porque estás atacándome para intentar ganar un combate de ideas en el que prevalece la falsedad, no la verdad, con cualquier tipo de argumento; sabes fehacientemente que lo que dices es mentira y tengo que sonreírte y entrar en el juego porque así son las reglas del show. Pues no me gustan.

En la universidad, donde los profesores son a veces un poco engolados y tienen una necesidad de reconocimiento extremo, que satisfacen obligando a los alumnos a hablarles de usted, marcando distancias, soy todo lo contrario. Aquí hay una contradicción: soy uno de los profesores más accesibles de mi facultad, mientras que en los medios de comunicación doy la sensación de ser un tipo duro e intransigente. Podría decir en mi descargo que a menudo tengo enfrente a delincuentes. No es fácil discutir con tipos como Francisco Granados o profesionales de la mentira, periodistas a quienes los medios llevan para defender los postulados de la derecha.

En todo dúo existe el bueno y el malo. En el PSOE de 1982, Felipe González era el bueno y Alfonso Guerra, el malo. En el caso de Podemos, Pablo Iglesias tiene la imagen de bueno, Errejón parece el hijo que toda madre quisiera tener y a usted le ha tocado el papel de malo.

Hay una parte de eso que es una construcción interesada: presentarme como radical. También tengo más biografía porque soy mayor que ellos y tengo más recorrido. Llevo siendo algo parecido a lo que soy desde hace mucho tiempo. Cada diez años el Partido Popular hace lo posible por destruirme. Hace diez años intentó meterme en la cárcel por oponerme a la guerra [de Irak]. Ahora hay una campaña por tierra, mar y aire para intentar sacarme de cualquier espacio político. Cada vez que he intentado o ha sonado la posibilidad de tener un cargo de gestión en la universidad me han atacado igualmente. Soy una persona que le causa miedo al poder.

Hay una segunda parte que tiene un poso de verdad. La diferencia entre un político y un intelectual es que el primero tiene la obligación de cartografiar el territorio y de adaptarse a él, mientras que el intelectual debe ser capaz de reinventarlo, ser capaz incluso de cambiar el curso de los ríos, de romper las fronteras. Creo que mi condición es la de un cura sin dios que necesita la verdad para tener un poco de paz en el mundo, que me hace ser intransigente con las cosas que no son ciertas. Esa intransigencia se puede presentar como un gesto de dureza. He de reconocer que estoy condenado a ser un político fracasado porque no puedo asumir los datos del paisaje como cerrados, sino que creo que parte de mi trabajo intelectual pasa por sentar las bases para hacer otra cartografía del territorio. Eso molesta, porque no siempre es amable.

Yanis Varufakis, el ministro griego de Finanzas con Syriza, se convierte en héroe global instantáneo; se le premia por su forma desenfada de vestir, la moto… En cambio a usted le penalizan por no haber entrado en el juego de la imagen.

Hay una diferencia que es injusta, porque la moto de Varufakis es más grande que la mía, que es una Vespa [risas]. La diferencia está en que Varufakis se mantuvo hasta ahora en el ámbito intelectual, mientras que yo decidí remangarme, echarme a la calle y patear este país. Cuando en la Navidad de 2013 decidimos ir adelante con Podemos, mi tarea consistió en recorrer España, hablar con la gente para que crease círculos, para que se animara a poner en marcha un proceso político.

Recuerdo haber hecho dos afirmaciones equivocadas. En un libro de uno de mis maestros, Ramón Cotarelo, leí en una nota a pie de página una cita en alemán, y dije: «menos mal que nunca tendré que aprender este idioma». En otra ocasión afirmé: «menos mal que nunca tendré que montar un partido». Son muestras de dos esfuerzos titánicos: aprender un idioma tan complicado como el alemán, que aprendí, y convencer a los ciudadanos de que había que crear una fuerza política que superase el régimen del 78. Recorrí el país: muchos autobuses, mucha moto, trenes, algunos aviones, dormir en cualquier sitio y hablar con muchas personas, porque había que crear las bases para construir Podemos. Al mismo tiempo había que salir a los nuevos Parlamentos, que son las televisiones. Eso me colocó en un lugar expuesto. Varufakis ha estado escondido en esa torre de marfil que es la universidad, donde los planteamien- tos son de alguna forma inocuos.

La diferencia está en que cuando un intelectual expresa un hecho se queda como una expresión; cuando un político o alguien que está en la política expresa un hecho se convierte, como dice Michael Ignatieff, en alguien que suelta la espita de una granada de mano. Cosas que he escrito como intelectual sobre qué es España, sobre las heridas de nuestro país, sobre la situación en el País Vasco, sobre la Transición, sobre nuestra conversión en zombis, en el momento en que las expreso desde un espacio donde he ocupado una posición política, se convierten en granadas que explotan. Seguramente ese ha sido mi gran error. Mi error ha sido no darme cuenta de que ya no era un ciudadano de a pie, cosa que reivindico porque no soy ministro ni alcalde ni diputado y no voy a serlo. Desde el primer momento dije que era un profesor que estaba ayudando a inventar una fuerza política en un país que no veía salida política después del 15M, pero que no tenía interés personal en ninguna tarea de representación y gestión; porque mi tarea está en el mundo de las ideas, de la reflexión, del debate.

¿Se considera un intelectual? Porque le critican por decirlo.

Desde Gramsci sabemos que todos somos intelectuales porque todos trabajamos con el intelecto, da igual dónde desempeñemos nuestra tarea. Lo que algunos tenemos es la función de intelectuales, que está lejos de ser soberbia. Si hoy he podido estar todo el día leyendo no es porque sea más listo que nadie, sino porque tengo la función de ser intelectual y por tanto tengo que leer todo el día. Eso me permite saber de unas cosas y no saber, obviamente, de otras. Lo que sí que está claro es que ser intelectual no me hace superior a nadie; eso lo tengo muy claro.

Siempre he entendido que hay sabiduría en mucha gente que no ha tenido la posibilidad de estudiar y que te da muchísima luz. Cuando planteo que soy un intelectual lo que estoy diciendo es que tengo la función de ser un intelectual: dar clases, corregir los trabajos de mis alumnos, tener ese equilibrio para poder decir a un estudiante: «no vayas por aquí, ve por este otro lado, no opines moralmente, intenta ser objetivo, asume que no eres neutral pero que tienes que ser riguroso con los datos». Tengo que haberme adelantado a las lecturas de los alumnos, tengo que escribir libros y escribir en la prensa. Todo eso me concede una condición de intelectual con funciones de intelectual, que es lo que alguna vez he querido expresar, pero que en modo alguno quiero que se traduzca en un tipo de superioridad. Ya sabemos la frase clásica: hay imbéciles en seis idiomas.

Lo dice como si intelectual y político fuesen contradictorios, dos categorías morales opuestas: los políticos, malos; los intelectuales, buenos. Hay muchos intelectuales que han ejercido la política y muchos políticos que han sido intelectuales reconocidos. Por ejemplo, Gramsci.

Los tiempos han cambiado, todo se ha convertido en una mercancía. El poder se ha especializado, ha tendido sus tentáculos por todos lados. La unión entre el poder político, el financiero y el mediático ha construido castillos impermeables en los que resulta casi imposible entrar o salir vivo. Puedes creer que vas a ser el caballo de Troya pero al final te convierten en uno más de los habitantes de la fortaleza.

Cuando se dice que la Guerra Civil fue la última guerra moral de la historia, en la que estaba claro quiénes eran los canallas y quiénes eran los decentes, se está diciendo también que entonces era mucho más fácil tener posiciones claras, comprometidas, que la verdad era incontrovertible, y por tanto la posición política, aunque estuviera equivocada, estaba atravesada de una profunda convicción moral. Incluso barbaridades como el pacto Mólotov-Ribbentrop se podían explicar desde perspectivas comunistas como el paso necesario para frenar la connivencia entre las fuerzas políticas liberales burguesas europeas y los nazis que iban a acabar con la URSS. Cuando un intelectual apoya esa barbaridad piensa que está haciendo lo correcto.

En la polémica entre Jean-Paul Sartre y Albert Camus, hoy sabemos que Camus tenía razón: no hay razón de Estado, tampoco desde la perspectiva de la izquierda, sino que hay un principio de humanidad que tiene que prevalecer. Incluso en esto las posturas eran honestas: Sartre defendía cosas en las que creía profundamente, igual que Hegel estaba convencido cuando dijo que Napoleón era el espíritu de la historia montado a caballo, que había un principio de emancipación representado en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que portaban los soldados franceses en sus mochilas. Hoy en día todo eso es mucho más difícil.

Que García Montero y Ángel Gabilondo se presenten como candidatos en Madrid es una excepción, no es habitual que un poeta o un académico se mezcle en política, y menos en estos tiempos.

Los intelectuales realmente solo pueden estar en política cuando están en fuerzas de oposición; cuando están en posiciones de gobierno empiezan a tener una tensión que resuelven mal. Los mil ángulos del poder político para construir mayorías obligan a pactar con personas contrarias a tus ideas; puedes alcanzar pactos de entendimiento para construir la ciudad, pero suspendiendo las diferencias intelectuales que no se pueden conjuntar. El político tiene la capacidad de fragmentar su realidad y puede dejar cosas de lado; el intelectual no puede hacerlo, igual que no lo puede hacer tampoco el religioso. Tanto el intelectual como el teólogo que hacen política tienen que suspender una parte de sus convicciones.

¿Le ha pasado? Porque ahora está haciendo política.

No, porque estoy en la oposición; cuando estás en la oposición el análisis y el diagnóstico coinciden con lo que piensas porque lo único que tienes son tus ideas. Eso explica por qué la izquierda ha estado tan peleada históricamente: discute sobre diagnósticos que llevan a caminos diferentes. La izquierda ha sido tan tenaz en esas discusiones ideológicas porque un mal análisis te conduce a lo que decía Yang Zhu en la encrucijada: «¿No es aquí donde medio paso en falso te lleva a miles de millas de distancia?». Esa eterna controversia en las filas del pensamiento emancipador acerca de las ideas lleva, en términos de broma, a crear el Frente Judaico de Liberación en clara confrontación con el Frente de Liberación Judaica.

Las fuerzas políticas como Podemos, que estamos en oposición, hacemos un diagnóstico sobre lo que queremos construir; aún no caemos en la necesidad de suspender partes del ideario para sumar mayorías que puedes hacer un mayor énfasis en algunas cosas, dejar otras que reclaman mayor pedagogía para más adelante, pero si renuncias a entroncar con los referentes que contribuyeron a los cambios en nuestro país, quedas colgado en el vacío. Sería un pecado de adanismo que se pagaría caro, además de que sería injusto.

El político negocia con los tiempos, mientras que los teóricos blasfeman ante las negociaciones. Es una contradicción de difícil solución, y es ahí donde tienes que optar por ser político o intelectual. En Grecia, un político pacta con un partido que piensa diferente en muchas cosas porque necesita una mayoría parlamentaria para sacar adelante objetivos que comparten. Un intelectual tiene dificultades para arrancar de su libro unas cuantas páginas y decir: «de momento, mi libro se ha quedado en esto». Solo en los procesos revolucionarios coincide lo que piensas con lo que haces. Por eso el ejemplo de Gramsci no sería equiparable. En el caso de Luis García Montero, esa contradicción se va a multiplicar. Creo que no se va a traicionar a sí mismo en tanto en cuanto IU sea una fuerza política sin posibilidades de gobernar, pero tan pronto como esa posibilidad aparezca en el horizonte, el intelectual va a tener que dar paso al político. Eso deja muchas cicatrices.

¿Se siente tocado después de estos dos meses horribiles que ha vivido?horribiles

Sin duda, claro. ¡Cómo no voy a estar tocado si me ha atacado todo el régimen! Me han atacado los partidos políticos que adversan a Podemos; me ha mencionado la vicepresidenta del Gobierno en rueda de prensa, cosa que no había hecho nunca respecto a nadie; me ha mencionado varias veces el ministro de Hacienda para señalarme como un objetivo a batir; me han dedicado portadas como si fuera un jefe del Estado, editoriales… cuando soy un simple ciudadano de a pie.

¿Echa de menos la intimidad de la que disfrutaba hace un año, cuando no le conocía nadie, y sobre todo después del asunto de Hacienda? ¿La de poder caminar por la calle sin que nadie le conozca?

Sigo haciéndolo. Pero es verdad que nuestro país tiene un déficit de cultura democrática muy fuerte. Te puedes encontrar en un avión con un par de niñatos que se creen con derecho a imprecarte o a grabarte con un móvil. Luego está también la propia efusividad de nuestro país, que genera lo contrario. Vas a cenar a un sitio y te tienes que levantar diez veces a hacerte fotos con gente a la que le hace ilusión tomarse una foto contigo. El anonimato tiene un punto positivo, de poder encontrarte más contigo mismo. Parece que si eres un personaje público el precio a pagar es que los demás no te respeten, y eso es algo que tenemos que recuperar. Estar en política no significa que la gente tenga derecho a meterse en tu intimidad, como me ha ocurrido.

En estos meses horribles me he encontrado con situaciones propias de un Estado policial, como que vayan a la facultad con cámaras ocultas para intentar sacar algo contra mí. Doy clase cada año a doscientos, a cuatrocientos estudiantes; es fácil que alguno haya tenido algún conflicto conmigo porque le suspendí, le caigo mal o no está de acuerdo con algo. La manera de actuar está encanallada. ¿Diría la verdad esa cámara oculta si lograse arrancar algo a algún alumno?

La mala fe de esos medios es evidente. Pero a ellos les resulta irrelevante. Aun así tienen profundas dificultades para encontrar cosas que nos incriminen. Y por eso inventan. No quiero pensar el juego que hubieran sacado si cualquiera de nosotros tuviera una foto con un narcotraficante como ocurre con [Alberto Núñez] Feijóo, si se demostrara, como le pasa al PP, que habíamos financiado con dinero negro nuestras campañas o nuestra sede, si hubiera en nuestras filas tantos ladrones como en las filas del PP o si Pablo Iglesias hubiera tenido de segundo a un Francisco Granados o una jefa de prensa implicada en la Púnica, como le ocurre a Esperanza Aguirre. La doble vara de medir es insultante.

Mentiría si dijera que me es indiferente, porque si hay algo que siempre he detestado es el cinismo. Siempre he dicho que había mucho sesentayochista que tenía metástasis de cinismo. Creo que el cinismo es la estratagema de gente inteligente pero cobarde para evitar asumir sus responsabilidades. Como no soy nada cínico, he de reconocer que no tengo la costra para que todos estos ataques me sean indiferentes. Me he dado cuenta de que toda esta batería de agresiones no tenía nada que ver conmigo. Si antes no me atacaban y ahora lo hacen es porque he formado Podemos, no porque haya abierto una empresa, realice investigaciones, estudie o trabaje en la universidad. Ninguno de esos ataques había tenido lugar antes. Suceden ahora porque soy una de las caras conocidas de Podemos. Me he encontrado de repente con que era un personaje en el que no me reconocía. Un personaje que, en esa batería brutal de ataques, falseaba su currículum, cuando eso es la fe de vida de un profesor.

Es duro que un periódico con el cual uno se ha formado intelectualmente y que a menudo insiste en convertirse en un libelo sin ningún tipo de calidad, como es el diario El País, se permita el lujo de publicar en portada que un profesor de universidad, cuyo principal valor es su currículum, lo ha falseado. Aún más sabiendo que desde el día anterior tenían un correo electrónico enviado por el asistente del profesor Claus Offe reconociendo que yo había estado en la Universidad Humboldt, que el Ministerio de Educación y Ciencia tenía constancia de que había recibido una beca postdoctoral en dicha universidad; pese a tener constancia por parte de la Universidad de Puebla de que había sido profesor; pese a tener constancia de que el trabajo que había realizado sobre la implantación del euro en España había sido financiado en su mayoría por el Banco Central Europeo y que habíamos presentado las conclusiones en el Banco Central Europeo en Fráncfort; pese a todo eso, se permitieron el lujo de publicar en portada, para que lo leyeran mis colegas, mis estudiantes y mis compañeros de otros lugares del mundo, que había falseado mi currículum.

Cuando ves eso te quedas consternado. Al mismo tiempo, otro diario publica que me han ingresado un millón de euros, pero no dice en qué banco está esa cuenta o en qué banco está o estaba el dinero. Otro periódico dice que tengo un banco, ¡que el banco Triodos es mío!, y que existe un trasvase de dinero porque Podemos y yo tenemos cuentas en ese banco. Un absurdo.

Cuando ves estos comportamientos tienes que pensar que no solo ha desaparecido la ética periodística, sino también la inteligencia. Cuando me encontraba con ese retrato me daba cuenta de que se trataba de un ataque en toda regla; conspiraban para acabar conmigo, no porque todos formaran parte de una conspiración, sino porque la propia podredumbre de nuestra sociedad, la neoliberalización de los medios de comunicación, la astucia de la razón pervertida, que diría Hegel, hace que centenares de periodistas estén buscando cualquier noticia que ayude a intentar tumbarme porque les da espacio en sus periódicos o en sus televisiones. Aunque su voluntad no sea la de cumplir una orden que hayan recibido, aunque nadie se lo haya pedido, en el fondo colaboran en esa dirección. Necesitaría tener la costra muy dura para no haberme resentido del golpe. Claro que lo he sentido, y eso me ha llevado a hacer una reflexión personal fuerte sobre si merece la pena.

¿Y merece la pena?

[Resopla mientras piensa la respuesta] Hay gente que se la está jugando en muchos sitios por cosas similares y recibe tanto o más castigo que yo. A mí me amenazan, me presionan para que me expulsen de la universidad, para que Hacienda me sancione, para que me acusen de delitos de fraude fiscal, blanqueo de dinero, financiación ilegal de un partido, falsedad en documento público… El grueso del ataque busca destruirme personalmente.

Pero hay gente que se la está jugando de verdad en este país por decencia; que pierde su puesto de trabajo, que la echan de la judicatura, de la fábrica, que le impiden ascensos en los lugares donde trabaja. Si tiro la toalla no estaré a su altura. Al mismo tiempo, me pregunto si una persona que no quiere ser político, que no tiene la voluntad de ocupar ningún cargo, que lo que está deseando es regresar a su trabajo, tiene que sufrir todos estos ataques de un sistema agonizante, que nos está golpeando en sus últimos estertores. Si merece o no la pena es una reflexión que tengo abierta.

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