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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Reiniciar nuestras vidas

100 Metros. Fotograma de la película de Dani Rovira

Anita Botwin

La semana próxima valoran mi grado de discapacidad. Según muchas asociaciones de enfermedades neurodegenerativas, las personas con Esclerosis Múltiple deberíamos tener reconocido el 33% una vez recibido el diagnóstico. Sin embargo, tenemos que pasar un reconocimiento que bien parece la defensa de una tesis. No sé si el resto de las personas con discapacidad que lo han pedido se sienten indefensas y nerviosas, como es en mi caso. Siento que tengo todo el derecho a recibir ese certificado, porque yo convivo conmigo todos los días –es lo que tiene–, pero sé de buena tinta que están poniendo muchas limitaciones para concederlo.

Desde las altas esferas de la política se habla de plena inclusión en el mercado laboral. Sin embargo, son muchas las personas que no pueden ni salir de su casa fruto de su situación. La carencia de ayudas a nuestro colectivo nos deja fuera de juego y nos hace doblemente víctimas: por nuestra situación y por su dejadez.

Me imagino a ese Tribunal Médico escudriñándome, observando cada centímetro de mi cuerpo y mi mente. Viendo dónde está la grieta, dónde existe un ápice de normalidad para no concederme lo mínimo que pido para poder llevar una vida medio decente. Me veo a mí misma casi mendigando por algo que debería ser mío, como lo son los derechos fundamentales. Algunos que me han conocido me han soltado lo típico de: “si se te ve muy bien, no parece que tengas nada”. Supongo que la discapacidad reconocible es la del símbolo de las plazas de aparcamiento: silla de ruedas y monigote. Sin embargo, la discapacidad, señores, va mucho más allá y no siempre se ve sin mirar debajo de la cama.

En mi caso, se trata de algo diario e invisible que fácil, lo que se dice fácil, no me hace la vida. Obviamente, es necesario luchar y poner las mejores de las sonrisas –aunque no siempre se pueda–. La Esclerosis Múltiple da la cara de muchas formas y va cambiando depende del momento, pero generalmente cursa parestesias, dolores, fatiga crónica, depresión, etc. Me imagino delante de mi Tribunal Médico con mi dolor. ¿De qué color es el dolor? El dolor no tiene nombres ni apellidos, ni manos, ni pies. Ni sillas de ruedas. Para el dolor es necesaria una buena voluntad por parte de “los examinadores” de discapacidad. Hay quien piensa que no tenemos nada mejor que hacer que inventarnos una enfermedad discapacitante y degenerativa para obtener un papel que apenas da ni para pipas. Pero peor son las cáscaras.

En este mercado altamente competitivo y hostil, las personas con discapacidad nos quedamos en fuera de juego. Sin este certificado, nos quedamos sin el salvoconducto necesario para reiniciar nuestra vida. Nos quedamos en la orilla de los que no se salvaron en el naufragio. Este papel nos posibilita entrar en empresas que reciben dinero del Estado para contratarnos, nos protege legalmente frente a la discriminación en el mercado laboral o nos deja un porcentaje para obtener una plaza en una dura oposición. Nadie nos regala nada. Tampoco nadie decidió estar enfermo.

Es más que necesario poner la vida en el centro de todas las políticas. Es necesario generar redes potentes de apoyo para que nadie se quede fuera, para que todo el mundo tenga las mismas oportunidades. Y no nos vale con que se lea en el Congreso. Queremos hechos.

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