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Un futuro con menos polvo, y peor

Imagen meteosat del polvo sahariano / SeaWiFS Project

José Cervera

El desierto del Sáhara es una de las zonas menos fértiles del planeta, una amplia región donde la falta de agua hace muy difícil la supervivencia de cualquier tipo de ser vivo. Sin embargo, sabemos que la desbordante proliferación de vida que es la selva amazónica debe parte de su fertilidad precisamente al Sáhara y sus emisiones de polvo, las mayores del planeta. Nutrientes clave como el fósforo, que las incesantes lluvias de la cuenca del Amazonas lavan de los suelos, son repuestos por inyecciones de polvo sahariano transportadas desde el otro lado del Atlántico; los animales y plantas de este océano también se benefician de los minerales salidos de las arenas del mayor y más cálido desierto del planeta.

Algunos de los más ricos pulmones vivos dependen así del polvo emitido desde una de las áreas más muertas. Una reciente investigación reconstruye la historia de esta distante pero vital relación y la proyecta hacia el futuro. Y las noticias no son buenas.

Cada año los vientos africanos transportan entre 400 y 700 millones de toneladas de polvo fuera del continente y los reparten sobre mares y tierras lejanas. Dependiendo de la época del año, el destino de todo este polvo es diferente: entre noviembre y marzo sopla un viento conocido como Harmattan desde el noreste sobre el África Occidental llevando aire frío y seco. Este viento barre el sur del Sáhara y levanta tales cantidades de polvo que el tráfico aéreo queda interrumpido por baja visibilidad en amplias regiones del Golfo de Guinea y acaba formando la denominada Capa de aire Sahariana sobre el Atlántico. Cuando es lo bastante fuerte los granos acaban en el Caribe, Norteamérica o la cuenca del Amazonas. Durante la primavera el viento cambia de dirección y sopla del suroeste, lo que lleva nubes de polvo sobre Europa que a veces provocan lluvias de barro.

El Harmattan barre algunas de las áreas productoras de polvo atmosférico más prolíficas del planeta como la depresión Bodélé (antaño el lecho de un gran lago) y las montañas de Tibesti, ambas en la zona norte del Chad. Allí las partículas de entre 0,1 y 20 micrones de diámetro quedan suspendidas en el aire y son transportadas miles de kilómetros. Pero si sus efectos sobre la meteorología local son marcados (calimas espesas, sequedad extrema, reducción de temperaturas) los efectos en el clima mundial son aún más importantes.

Esencial para la salud de la selva

Mediante datos de satélite se ha estimado que la cuenca amazónica recibe cada año casi 28 millones de toneladas de polvo procedente de África, una sustancial cantidad de material. Y estos granos diminutos transportan algunos nutrientes clave sin los cuales la jungla simplemente no podría sobrevivir como fósforo, potasio y calcio, que desaparecen de los suelos del Amazonas debido a las intensas lluvias. Estas aportaciones de minerales son esenciales para la salud de las selvas, que a su vez ejercen una influencia determinante en el clima global. Y no solo eso: el polvo africano también es imprescindible para la vida marina al enriquecer las aguas del Atlántico en hierro, elemento que potencia el crecimiento de algas marinas que liberan oxigeno y atrapan y eliminan dióxido de carbono. En conjunto estos vientos son por tanto muy beneficiosos para todos habitantes del planeta a los que nos gusta respirar.

Por eso es tan mala noticia que se reduzcan estas emisiones de polvo, y por tanto sus efectos positivos. Según un análisis publicado en Nature la intensidad de los vientos que levantan y acarrean el polvo africano varía año tras año dependiendo de numerosos fenómenos atmosféricos como El Niño, la Oscilación del Atlántico Norte, la intensidad de la estación de lluvias en el Sahel y en general lo que ocurre en la Zona de Convergencia Intertropical.

Para evaluar las tendencias a futuro los climatólogos reconstruyeron el patrón de vientos en el área desde 1850 y lo contrastaron con datos de deposición de polvo sahariano en arrecifes de Cabo Verde. Su reconstrucción reproduce con precisión diversos fenómenos conocidos del pasado como el aumento de polvaredas durante la sequía del Sahel en la década de los 80, lo que da confianza sobre sus números. Números que predicen que durante el próximo siglo habrá menos vientos, y menos polvo.

Menos oscurecimiento atmosférico significa más temperatura, como también tenderá a aumentar el calor cualquier reducción de la productividad de algas en el Atlántico y su absorción de CO2 o el empobrecimiento de las junglas del Amazonas por escasez de nutrientes. La reducción de una única variable, la intensidad de los vientos en una región concreta de África, puede tener como consecuencia que la temperatura global aumente más de lo previsto en nuestros modelos. Y subraya la exquisita interconexión entre lo que sucede en distintos puntos de la Tierra separados por miles de kilómetros, pero unidos por una atmósfera común.

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