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EN PRIMERA PERSONA

El día que recibimos una carta de la enfermera que atendió a mi abuelo antes de morir de Covid

Gregorio.

Laura Cañadilla

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Estimada enfermera,

Permita que te escriba estas líneas para agradecerte, una vez más, tu dedicación y generosidad.

Mi abuelo Gregorio tuvo, dentro de la desdicha de enfermar en uno de los peores momentos que la humanidad ha tenido que vivir (la pandemia por COVID-19), la suerte de encontrarse con alguien como tú.

Alguien que ha sabido ver en la mirada de mi abuelo algo más que un simple número. Alguien que ha sido capaz de ver lo que mi abuelo era y siempre será para nosotros: una persona admirable.

Desde mi familia no podemos más que agradecerte, una y mil veces, que estuvieras con él en sus últimos momentos. En una situación tan dura como la vivida (tanto para los sanitarios, como para los enfermos y por último para las familias de estos), tu labor y dedicación han hecho que mi abuelo pudiera tener a alguien que en cierto modo le confortara y le permitiera irse en paz. Y que hayas tenido la bondad de contarnos como fueron estos últimos instantes con él, nos ha permitido a la familia quitarnos de encima la losa que nos supuso no poder haber estado a su lado.

Como sabías, mi abuelo sufría de Alzheimer, algo que dificultaba aún más la situación. Para una persona en su estado es muy duro estar en un hospital alejado de los pocos recuerdos y familiares que te puedan dar sosiego y serenidad. Pero tus palabras nos han permitido ver que aún sumando la crueldad de dos enfermedades tan duras como el Alzheimer y la COVID, y un entorno tan hostil como puede resultar un hospital, los pequeños gestos de caridad y amabilidad que tuviste hacia él, han hecho que la situación fuera más humana.

Nos costaba creer que alguien que le ha dado tanto a la vida, pudiera irse así, sin más.

Por eso, gracias a ti hemos podido respirar más tranquilos, en especial mi abuela, porque al leer tu carta nos hemos dado cuenta que, efectivamente, no se fue sin más.

Gracias de corazón.

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Hola, familia de Gregorio.

Perdonen que no me presente, no sé si la protección de datos me permitiría escribirles esta carta, aunque parece ser que en tiempos de COVID todo vale. Llevo semanas intentando hacerlo con la pegatina de Gregorio (con todos sus datos) pegada en el reverso de mi tarjeta identificativa.

No sé ni por dónde empezar. Es difícil cuando los días se tornan a veces tan lejanos y otros tan cerca.

En el turno de noche ya llevábamos varios días sufriendo el caos. Parecía más un hospital de campaña o de guerra, con unas salas abarrotadas de pacientes, en sillones, sillas y sin espacio. Las consultas, donde antes los médicos tenían su mesa de ordenador, su silla y la camilla de exploración, habían sido convertidas en boxes con hasta tres camillas. Aunque, así, uno imagina alboroto, a nosotras corriendo de un lado a otro, bullicio, ruido... solo se escuchaba el silencio. Casi nadie hablaba. Ese silencio roto por el timbre del “box de críticos” o algún compañero pidiendo ayuda por algún paciente.

En mi cabeza a veces recuerdo ese silencio... es ensordecedor. Incluso con las prisas que llevábamos todos esos días, con el afán de poder atender mínimamente a todos, era como si el tiempo se parase y todo aconteciera a cámara lenta, como en una película. Y así aparecían los rostros de la gente, como el de su padre, Juan (le hablo a usted, al hijo de Gregorio, porque me resulta más fácil escribir pensando en alguien que lee).

Mi zona era la que llamamos “pasillo” o “preferentes”, la que se ocupaba de los pacientes a atender rápido. Ese día seguíamos en cuadro y a pesar de esta nueva sobrecarga era la única enfermera de la zona. Su padre estaba en uno de mis boxes. Cuando lo vi, al entrar, lo saludé como siempre hago: “¡Hola, Gregorio! Soy X, su enfermera”. ¿Sabe con qué me respondió? ¡Una sonrisa! Y un “¡hola!”. ¡Dios mío! ¡Una sonrisa! Una sonrisa... Un oasis en medio del desierto, una manera ideal para un comienzo de turno que fue muy duro... Y no solo eso. Alzó la mirada y ¡unos ojos preciosos!

¿Sabe esas historias que cuentan que la risa es contagiosa, que alegra el alma y cura? Pues son verdad, y a través de los ojos de su padre también se puede ver una humanidad inmensa. Gigante.

No le voy a engañar, pues usted ya lo sabe, Gregorio no estaba nada bien. Le costaba respirar.

Charlamos y él reía, me llamaba hija y me prometía que no se iba a quitar la mascarilla que le ayudaba a respirar. Al principio no cumplía su promesa y me tocaba volver a decírselo: “¡Gregorio, la mascarilla!”. Entonces se daba cuenta que no la llevaba puesta, reía otra vez y se la volvíamos a colocar.

Mientras intentaba revisar al resto de pacientes, sonó el timbre de críticos. Antonia, 70 años, no podía respirar. Mientras empezábamos a hacerle cosas, contaba que llevaba tres días sin salir a la ventana a aplaudirnos, pero salía su marido, que nos agradecía enormemente lo que hacíamos y mientras lloraba, con un tono suplicante, decía: “Yo solo quiero ver a mis nietos otra vez”.

Llamaron a la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos). Ya no había camas (no para alguien como ella, al menos). Con el máximo oxígeno Antonia seguía sin respirar bien. “Hay que confiar”, decían los médicos. Médicos cuyo dogma es el científico pero que en los últimos días parecían aferrarse a no sé qué providencia.

Colocamos a Antonia boca abajo y, como en las series de TV, todos dirigimos la mirada al monitor pendientes de unos números que, por fin, empezaron a subir. No había garantías con esto, pero tampoco respirador para ella, así que los “Nuevos Dioses”, los neumólogos, intentarían hacer el resto con sus inventados y adaptados nuevos aparatos.

Cuando volví al box, Gregorio seguía despierto. Me acerqué, le agarré la mano y le pregunté: “¿Cómo está, Gregorio?”. “Bien”. Y una sonrisa. Pero esta vez no me quería soltar. “Gregorio, ¿le cuesta respirar?”. “No”. Pero la realidad era que yo no lo veía nada bien. Avisé al médico y empezamos a ponerle más tratamiento: inhaladores, corticoides intravenosos, analgésicos, etc.

“¡Mierda, otro crítico!”. Le dejé pasando parte de la medicación y me fui. Esta vez no tarde tanto en regresar al box. “¡Gregorio! ¿Cómo va?”. “Bien, hija”. Pero yo apenas veía mejoría. Más medicamentos. Esa mirada... hablaba tanto con los ojos...

¿Sabe, Juan? Durante unos años trabajé en una Unidad de Cuidados Paliativos. A veces la gente se va sufriendo, pues hay dolores del alma que no curan los medicamentos. Pero otros, afortunadamente, se van en calma, con paz.

Su padre transmitía eso.

Ya son casi las 4 de la mañana, yo más o menos tenía medio controlados a los pacientes a mi cargo, así que ahí seguía, con Gregorio. Con la primera dosis de morfina mejoró un poco, así que todos esos ruidos de su pecho que antes se escuchaban se fueron mimetizando con el ambiente nocturno, pero para él aún era de día. Esos ojos abiertos como platos, inmensos, con una profundidad que invitaba a traspasarlos. Esa mano quitándose el camisón. Agarré unas compresas empapadas en agua y mientras iba resfrescándole el cuerpo y entrelazando mis dedos con su pelo, como cuando peinas a los niños, me di cuenta de que seguramente cualquiera de ustedes le hubieran hecho lo mismo. Y entonces pensé en su familia, en lo preocupados que estarían por Gregorio, por cómo estaban siendo esos momentos, y fue en ese preciso instante donde concebí la posibilidad de escribir esta carta. Nunca pensé en que aquella conversación con Gregorio fuera su despedida, sino su recuerdo de ustedes.

Así que le pregunté por usted, Juan, por sus otros hijos, por sus nietos y... por su mujer. Cuando hice esto último temí. Temí que ella aún no siguiera viva o que la pregunta no le hiciera bien. La luz de la habitación era tenue pero todo él se iluminó al pronunciar el nombre de su mujer: Concepción.

Así que una vez más me hizo sonreír: de ternura, de emoción y casi sin poder contener las lágrimas. Hablaba de ustedes, pero especialmente de ella.

Igual le parece una comparación absurda, pero ¿sabe en la película de Peter Pan cuando Campanilla le pide a Peter que elija su “pensamiento alegre” para poder volar? Pues le aseguro que para su padre ese pensamiento era su mujer.

La segunda dosis de morfina le sentó muchísimo mejor. Ahora parecía tener sueño, le decía que ya era tarde y que tenía que descansar y dormir. Le puse la mano en el pecho y le di las gracias por esa sonrisa. Él volvió a sonreír y yo... también. Eran las 5 de la mañana cuando por fin dormía.

La noche siguió su curso. Llegaron más pacientes y en torno a las 6 de la mañana entró una señora por el box de críticos. Venía muy mal, casi asfixiada, las últimas palabras que escuchó fueron las mías al explicarle cómo iba a ser la intubación: “No va a sentir nada”.

Pero yo... sí lo sentí.

Mientras recorría los escasos cinco metros que separan el box de críticos del de su padre me crucé con el hijo de esta señora, yo solo agaché la cabeza.

Cuando llegué al box me apoyé en el resquicio de la puerta. Observaba a su padre dormir plácidamente y respirar. RESPIRAR. Esa imagen fue mi pensamiento más alegre de aquella noche.

Tarde varios días en hacer uso de la pegatina que me había quedado. Aunque ya sabía el desenlace imagino que necesitaba esperar para contaros la noticia. Días antes me habían informado mis compañeros que un rombo negro es un deceso. Su padre aparecía con ese rombo. Leyendo la historia clínica me tranquilicé al saber que mis compañeras de la planta hablaban de lo tranquilo que estuvo durante todo el ingreso (eso en nuestro argot significa “no sufrimiento”).

No sé si pudieron ir a verle y quizás ese era el principal motivo de esta carta. No quiero que piensen que los últimos momentos de su padre fueron de sufrimiento, fríos y en soledad. Necesito que sepan que incluso estando malito fue un paciente excepcional. Que, como decía Bécquer: “Con su mirada me regaló un mundo aquella noche y que estoy totalmente segura que con su sonrisa se ganó el cielo”.

Dígale a Concepción que quizás su mente pudo en algún momento de su deterioro echar cosas e incluso gente en el olvido, pero aquella noche gozaba de una lucidez espléndida, pues solo hablaba de los días que habían vivido juntos y de lo que se habían querido.

Si le preguntan a alguien por qué es enfermera podrán darle múltiples razones. Yo solo les daré una: “Amo mi profesión y, aunque con momentos tan duros como los que vivimos hoy, la amo aún más porque gracias a historias como las vividas con su padre me doy cuenta que la enfermería nos hace esencialmente humanos, y esa es una cualidad que no quiero perder nunca”.

Ningún paciente nos es indiferente pero no es menos cierto que algunos nos dejan una profunda huella. ¡Qué paradoja!

En tiempos de guerra resulta casi imposible hallar paz. Y, sin embargo, su padre me ayudó a encontrarla.

Ojalá ustedes puedan encontrar en estas palabras un poquito de esa paz a pesar de su pérdida, pues un pedacito de Gregorio acompaña cada letra y no hay mejor homenaje que una sonrisa y ese “pensamiento alegre” con el que a pesar de todo le recuerdo. Les espero en las calles, cuando todo esto pase y llegue el momento de reivindicar nuevamente una Sanidad Pública de calidad y humana. Mientras, desde las “trincheras” seguimos luchando para que ese grito deje de ser una súplica y se convierta por fin en una realidad.

Un abrazo de una de las enfermeras de Gregorio.

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