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Mónica Zas Marcos

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Marina mira bajo la tapa de su bandeja de comida mientras contesta a las preguntas por teléfono. Hoy toca puré de verduras, pollo asado, una hogaza de pan y compota de manzana. Un menú como otro cualquiera menos para esta joven de 20 años y sus compañeras en un centro de trastornos alimenticios de Madrid, donde muchas tratan de sobreponerse al impacto que ha provocado la pandemia en su estado mental.

“En el confinamiento mi relación con la comida se volvió extrema. Las enfermas de anorexia y de bulimia necesitamos tenerlo todo bajo control para mantener a raya el desorden alimenticio”, describe Marina. “Pero en el encierro eso fue imposible por la sensación continua de incertidumbre y porque al principio no tuvimos ni terapia”. La urgencia por la atención física de la COVID-19 relegó a las especialidades psiquiátricas y psicológicas durante buena parte de la primera ola. Así lo denuncia el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría (SEP), Celso Arango, para quien “el salto a la asistencia telemática nos ha pillado desprevenidos y con muy pocas herramientas”. 

En el medio, miles de pacientes como Marina se quedaron desamparados junto a los que se fueron sumando por duelos abruptos, encierros difíciles y cuadros de estrés laboral y social. Según datos de la OMS, los servicios esenciales de salud mental se han resentido en el 93% de los países por la crisis sanitaria. En el caso de España, donde una de cada cinco personas ha presentado síntomas de depresión y ansiedad, esta cifra es el preludio de una “pandemia de salud mental” si no se actúa a tiempo, según los expertos.

El problema es que estamos inmersos en una segunda ola del virus sin haber resuelto a nivel psicológico la primera, según alerta la Confederación de Salud Mental en España. Nel González Zapico, su presidente, defiende que “vienen tiempos muy difíciles de crisis económica, desempleo y desahucios que van a afectar a toda la población, generando nuevos problemas o agravando los ya existentes”. A eso se le suman los suicidios, “que aunque no disponemos de datos oficiales, sí tenemos constancia de que están empeorando”, afirma. Un hecho que, según han calculado, afecta más en casos de depresiones graves, trastornos de la alimentación y toxicomanías. 

Marina lleva cinco años trabajando su trastorno de conducta alimenticia con profesionales, por lo que dispone de unas herramientas sin las que, reconoce, “habría salido mucho más tocada de todo esto”. Aún así, las primeras semanas sufrió un retroceso que recuerda con “horror”. “Caí en cosas que ya creía superadas, como controlar cada caloría de lo que comía, probar nuevas dietas o compararme en las redes sociales todo el rato”, explica la estudiante. También critica el trabajo de muchos influencers que durante esos días alentaron “la obsesión por el deporte y por no coger ni un kilo de más en la cuarentena”. 

El tiempo libre hacía que aterrizase continuamente en foros nocivos, donde algunos enfermos de anorexia y bulimia se vanaglorian de sus trastornos e inducen a otros a caer en ellos. “Yo sé que todas esas páginas son muy peligrosas y aún así a veces me metía, así que seguramente habrán provocado muchas recaídas durante estos meses porque la gente se pasaba mucho tiempo en Internet”, sopesa Marina.

La abundancia de tiempo y la dificultad para acostumbrarse a las terapias online es algo que también puede resultar pernicioso para los toxicómanos. “La gente que está actualmente en consumo lo ha pasado muy mal. Son demasiados días a solas con tus demonios y sin tener que dar la cara ante la sociedad porque estás enclaustrado”, explica Francesc (34 años), exadicto a varias sustancias, pero limpio desde hace tres años y en tratamiento continuado.

“Mis drogas estrella, por así decirlo, eran el alcohol y los ansiolíticos. Es decir, dos sustancias a las que se puede acceder fácilmente incluso en cuarentena”, alerta este vendedor de zapatos. “Si además estás inestable emocionalmente, te quedas sin trabajo y no tienes apoyo psicológico, no es raro que acabes consumiendo”, razona. En su caso, sin embargo, el estado de alarma ha supuesto una ayuda por haber caído en “un entorno libre de sustancias” y haber cortado de raíz los planes de “drogas sociales” y seguido con su terapia grupal y particular.  

“Las hacíamos con una aplicación tipo Zoom y, aunque siempre sea mejor de forma presencial y se pierda un poco de información entre las pantallas, yo creo que me han salvado de empeorar”, reconoce Francesc. Aunque no sentía impulsos de volver al alcoholismo, sí sufrió ataques de ansiedad cuando sus dos padres enfermaron de COVID-19. 

“La situación de angustia es muy grande y yo doy gracias de que me haya pillado en un momento muy bueno, a diferencia de otras personas que están en mi terapia”, compara, ya que actualmente se encuentra terminando el tratamiento farmacológico y recibe una pequeña dosis de antidepresivos. Sin ese soporte, cree que el estado mental post pandemia de los toxicómanos puede llegar a ser “muy gore”.

La calle: entre la necesidad y el pavor

Ante un posible episodio de ansiedad extrema, la psicóloga de Francesc le firmó un salvoconducto para que pudiese salir a la calle en pleno estado de alarma. “El deporte fue lo que mejor me vino en todos estos años de recuperación y de repente me vi sin esa vía de escape”, explica. “En el caso de los adictos, el roce del aire en la cara se convierte en una necesidad”, confiesa este joven catalán.

Algo que comparte Marina, aunque ella no contó con ese privilegio a pesar de que la anorexia le causa cuadros de ansiedad muy a menudo. “Lo que ocurrió fue lo contrario, desarrollé pánico social y me costó mucho volver a salir de casa”, describe. “El tener que levantarme y acudir a la consulta para mí era parte de la terapia, iba a clase con un trabajo hecho y el confinamiento lo anuló todo”. Meses después, gracias a las actividades diarias en el hospital, ha logrado recuperar esa autonomía.

Para Nieves, en cambio, la posibilidad de salir cuando empezó la desescalada se convirtió en su peor pesadilla. Unos meses antes había sido diagnosticada de depresión y ansiedad, pero todos los síntomas que había contenido gracias a sus terapias presenciales se recrudecieron con el encierro: desarrolló agorafobia. 

“Yo era de esas personas a las que se denomina callejeras. Un día, según me disponía a abrir la puerta de mi casa para salir a comprar, me entró una especie de palpitación en la cabeza y un sudor frío”, explica esta abogada de 62 años. “Pensé que me estaba dando un ictus, pero los doctores me dijeron que era agorafobia y me subieron la medicación de los antidepresivos”.

Para su estado psicológico general, “la pandemia ha sido un paso atrás”. “Al principio, el estado de alarma me provocaba sosiego y fue una forma de reforzar el sentimiento de seguridad hacia mi domicilio”, dice Nieves. Además, fueron meses en los que todo el mundo experimentó lo que ella sentía a diario antes del confinamiento. “Ya no era un rara avis, era una de tantos”, resume. Sin embargo, esa burbuja de seguridad se vino abajo en la primera fase: “La primera vez que pisé la calle me dio un ataque de ansiedad, pero ya no tenía argumentos válidos para mantener ese encierro. No fui consciente durante esas semanas, pero había empeorado mucho”, concluye.

No ayuda que, durante todo este tiempo, los encuentros psicológicos con la seguridad social se hayan limitado a cuatro sesiones: dos por teléfono y dos presenciales. “Ni siquiera son por videollamada, donde sientes esa cercanía al verte las caras, y por supuesto el tiempo que te dedican es muy inferior al que tienes en otras consultas, aunque haya que pagar por ello”, dice justificándoles con el poco refuerzo económico y humano que tienen los profesionales en la salud pública madrileña. “Las carencias ya estaban ahí aunque hayan salido a la luz con la pandemia”, ratifica. 

Casos como el de Nieves no son una anomalía, pero lo que provoca es que, cuando el bolsillo lo permite, se termine recurriendo a terapias privadas. Por estas ha optado Sofía (28 años) después de perder su trabajo, volver a casa de sus padres en Sevilla y encontrarse en la misma situación de incertidumbre en la que están sumidos muchos jóvenes de este país. “Decidí ir a terapia por primera vez para recuperar mi autoestima laboral y poder enfrentarme a la nueva situación: plena crisis de pandemia, sin trabajo y sin cobrar ni un céntimo del subsidio hasta noviembre”, relata. 

Una juventud resentida mentalmente y sin perspectivas

Un reciente estudio de la Universidad Complutense de Madrid concluye que, en contra de lo que se piensa, los jóvenes están presentando más síntomas clínicos de ansiedad, depresión o estrés postraumático que los grupos de riesgo. A Sofía se lo diagnosticaron rápido debido a su severo cuadro físico. “No dormía, no comía, no me mantenía en pie, no tenía fuerzas para moverme. Eran demasiadas consecuencias físicas más allá de la angustia interna”, dice respecto a la teoría de que la tristeza se está confundiendo con depresión. Con esa misma excusa, ella se forzó a aguantar más de lo que debía una situación de acoso laboral insostenible.

“Una de las tácticas de maltrato de mis jefas era incidir todo el rato en que éramos unas privilegiadas por tener trabajo en esta situación”, describe Sofía, quien estuvo empleada en una gran empresa durante el estado de alarma. Tras el despido, la desazón no mejoró, sino que se sumó a la falta de perspectivas laborales global. “No creo que encuentre trabajo ahora porque ni siquiera veo mucho futuro a medio plazo. El país tiene una atmósfera de auténtico desamparo que no ayuda a mantener una mentalidad positiva”, describe.

En terapia, en cambio, consigue entender “que no soy responsable ni culpable de todo lo que ha pasado estos meses, que debo focalizarme en aquellas cosas que están a mi alcance y aceptar las que no, y pensar en este stand by en casa de mis padres como un sacrificio para mantener mi vida en Madrid y no gastar de momento, que lejos de ser un fracaso es una decisión responsable y valiente”. Sofía reconoce que, al no haber acudido nunca a una consulta presencial, no puede comparar cómo habría mejorado su situación respecto a la actual, pero sí sabe que “ahora mismo no sería capaz de gestionar esto sin mi psicóloga”.

Unas palabras que ratifican a las asociaciones de profesionales y psiquiatras en que, sin inversión, no serán capaces de abordar la enorme crisis emocional que conllevará esta pandemia. Para González Zapico, de Salud Mental España, “han puesto en clara evidencia las lagunas de nuestro sistema al no tener protocolos específicos para atender a los afectados por el COVID-19 y su entorno”. Por eso, reclama que se prioricen inversiones en materia de sanidad, educación, empleo y colectivos vulnerables “si el mundo no se quiere arriesgar a que se produzca un aumento drástico de los trastornos psíquicos”.

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