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A favor y en contra del petardeo máximo durante las fiestas del Orgullo

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El Orgullo nació con sabor a lucha, a transgresión y con el objetivo claro de conquistar derechos y ser reivindicativo. Nació de forma espontánea durante los disturbios de Stonewall en 1969 y desde entonces, cada año, se celebra en diferentes partes del mundo una semana por los derechos del colectivo LGTBI+.

Pero lo que nació siendo pura disidencia parece haberse convertido en una fiesta mercantilizada, turística y de consumo que anula la lucha que colectivos como el Orgullo Crítico quieren seguir manteniendo con vida. La fiesta continua durante casi una semana parece haberle ganado terreno a la lucha y aquí empieza este nuevo duelo, ¿estás a favor o en contra del petardeo máximo durante esta semana del Orgullo?

El principal problema del Orgullo oficial, el de la purpurina y los cuerpos perfectos, es que en su discurso no toda la comunidad LGTBI+ se ve representada. Da la sensación también de que la parte de la historia de la lucha del colectivo queda anulada en medio de una marea multicolor que se afana por llegar a los conciertos y que hace colas interminables para poder ir al baño.

“Las personas migrantes o racializadas no estamos presentes en el Orgullo oficial”, se quejaba Pancho, uno de los asistentes a la manifestación del Orgullo Crítico que tuvo lugar en la capital la semana pasada. Para muchos, el este festejo madrileño es sinónimo de superficialidad, de marcas intentando vendernos cosas y de partidos políticos o empresas sacando pecho una vez al año, durante el desfile de carrozas.

Resulta chocante y extraño que políticos xenófobos que quieren a los migrantes fuera de su territorio, posen ahora con la bandera diseñada por Gilbert Baker hace 40 años por encargo de Harvey Milk.

Hace unos días, el político conservador Xavier García Albiol daba su apoyo en Twitter al colectivo y pedía libertad y respeto “para que todos podamos querer”.

El discurso de lucha queda desvirtuado en medio de los macrobotellones y de la venta al por mayor de banderas de colores. Esta semana, en el barrio de Chueca, un vendedor ambulante exponía una bandera arcoíris en la que podía leerse: “Merry Christmas!”

Otro de los puntos que más dudas genera el Orgullo oficial es el de centrar su discurso en que todos tenemos derecho a amar y que hacerlo no es un delito. El argumento del amor, con el que se intenta despertar la empatía del mayor número de gente posible, no le sirve a todo el colectivo. Porque hay que gente que, además de amar, quiere ser libre, tener sexo, hacer política, buscar cambios sociales a través del activismo... Amar es muy bonito, pero el colectivo tiene que seguir alerta y no cerrar los ojos porque las agresiones homófobas se siguen produciendo en todos los rincones de España y del mundo.

La pluma, la transgresión y la alegría siempre fueron los principales leitmotivs de las primeras manifestaciones (Stonewall, Barcelona, Madrid). Y lo siguen siendo en cada evento capitaneado por el movimiento LGTBI+ (Eurovisión).

Resulta difícil concebir un Orgullo sin el divineo, los tacones y el petardeo que le hace tan característico. Son las herramientas necesarias para luchar por nuestros derechos, nuestra identidad y libertad. Por eso destaca el Orgullo a través del tiempo. Esa distinción es la que la ha mantenido viva durante los más de 40 años que lleva en España. Y cada día capta más adeptos.

El Orgullo es nuestro y es de todas y todos: la transformación de una reivindicación social en una fiesta da cabida tanto al colectivo como a heterosexuales.

Sí, es cierto, hay una clara representación de hombres musculados, cuyos cuerpos parece que estén esculpidos por un dios griego (el de los anabolizantes lo más seguro), en tanga promocionando pool partys, pero eso no es el Orgullo más puro. Ningún anuncio de una discoteca puede nublar la percepción de lo que sintetiza la reivindicación porque siempre habrá espacio para trans, lesbianas, bisexuales...

La fiesta no tiene por qué eclipsar las reivindicaciones. Como la pluma no tiene que ser molesta a los ojos de un heterosexual. Hace unos años, cuando publicábamos el bingo del Orgullo de eldiario.es, unos amigos (heterosexuales, claro) destacaban la casilla “No me importa que sea gay, siempre y cuando no sea una loca”. Contra estos comentarios: ¡MÁS PLUMA, POR FAVOR! Bien, pues más fiesta, más música y más color. Cuando más se nos oye más se filtra en los sentimientos de la gente la necesidad de fortalecer el colectivo.

Cierto es que hasta que no han visto el oro, ni las empresas ni las marcas han sido poco atrevidas en la celebración del Orgullo. Debemos tomarlo como una victoria. El Orgullo LGTBI+ ha conquistado el capitalismo, el bastión más fuerte del heteropatriarcado que poco a poco va filtrando esa aceptación.

Tomamos el capitalismo y acabamos tomando los partidos políticos. La fiesta siempre ha sido sinónimo de modernidad y de inclusión. Ha acaparado las modas de tal manera que aquellos que se oponían al matrimonio homosexual o a la adopción, ahora no les queda otra que el discurso de “siempre hemos sido defensores, lo que pasa es que nunca nos han invitado a estas cosas” como decía Andrea Levy el año pasado. Saben que no pueden quedarse fuera y no les queda otra que apuntarse al tanto de la reivindicación, aunque sea poniendo banderitas en sus perfiles de Twitter. 

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