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Las abejas se propagaron por Europa al ritmo de la agricultura del Neolítico

Las abejas se propagaron por Europa al ritmo de la agricultura del Neolítico

EFE

Madrid —

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La relación entre el hombre y la abeja, una simbiosis casi perfecta que ha durado hasta nuestros días, comenzó en Oriente Próximo en el año 7.000 antes de Cristo, cuando los hombres empezaron a cultivar la tierra y dieron paso a la etapa más revolucionaria de la prehistoria: el Neolítico.

Hasta ahora se desconocía cuándo y dónde comenzó el interés del hombre por las abejas y sus productos, como la miel o la cera.

De manera indirecta, por representaciones del antiguo Egipto o pinturas rupestres como las de las cuevas de la Araña, en Bicorp (Valencia), se sabía que el hombre saca provecho de las abejas desde hace milenios, pero el origen de esa relación no estaba claro.

Ahora, un equipo internacional de investigadores liderados por la Universidad de Bristol ha determinado que el hombre empezó a utilizar la cera de abeja en Anatolia en el año 7.000 antes de Cristo.

El estudio, publicado en Nature, ha contado con la participación de investigadores de la Universidad del País Vasco, de la Universidad de Cantabria y de la Institución Milá y Fontanals, en Barcelona.

Los investigadores analizaron más de 6.400 vasijas de cerámica prehistórica para observar el uso espacial y temporal de la cera de abeja.

La evidencia más antigua se encontró en piezas de los yacimientos neolíticos de Anatolia (Cayonü), la misma región en la que se haya el famoso asentamiento de Çatalhöyük, donde hay una antigua representación pictórica de un nido de abeja.

“La cera de abeja se identifica fácilmente porque tiene un marcador digital, una huella biológica propia que no se confunde: es un complejo de lípidos muy concretos, bastante resistentes a la degradación y que han sido identificados en el estudio”, explica a EFE el profesor del Área de Prehistoria de la UPV/EHU y coautor del estudio, Alfonso Alday.

Estos residuos, conservados durante milenios en sitios arqueológicos, son la prueba de que el hombre usa la cera de abeja varios milenios antes de lo pensado.

“Este estudio constata de manera directa que los hombres utilizaban la cera de la abeja varios milenios antes de lo pensado, algo que podrían utilizar como pegamento o aglutinante para instrumentos o herramientas, para impermeabilizar superficies -como cerámicas-, como iluminación o para rituales y para usos medicinales o cosméticos, entre otras hipótesis”, asegura el investigador.

Según Alday, coautor del estudio junto a la recientemente fallecida Lydia Zapata (UPV/EHU), la relación entre hombres y abejas coincide con el nacimiento de la agricultura, en Oriente Próximo.

“Cuando el hombre empieza a ser agricultor, quita terreno a los bosques para poner pastos o tierras de labor, de manera que, sin saberlo, fomentaba el hábitat de las abejas creando paisajes con sotos y flores, es decir, áreas apropiadas para las abejas”.

El trabajo constata además que, “de alguna manera, las abejas han seguido el desarrollo geográfico de la agricultura y, a medida que desde el Próximo Oriente ésta se iba extendiendo por Europa, las abejas iban encontrando mejores hábitats para desarrollarse. Es decir, las abejas eran perseguidoras de la agricultura” y extendían su hábitat en torno a los campos de labor.

El trabajo constata que, en Europa, los primeros hallazgos del uso de la cera de abeja se remontan a la antigua Grecia (4900-4500 a.C.); Rumania (5500-5200 a.C.) y Serbia (5300-4600 a.C.).

En fechas similares, también se utilizó en lugares de Europa Central, en la cultura neolítica de Austria y Alemania, en tanto que los más tardíos fueron los casos franceses y eslovenos.

Ninguno de los recipientes analizados de la península ibérica, sin embargo, conserva cera de abeja, razón por la que los científicos siguen investigando, sobre todo porque el arte levantino cuenta con varias representaciones de abejas.

“Lo esperado es que, a mediados del sexto milenio a.C., también se aprovechara la cera, pero harán falta más estudios para constatarlo”, concluye.

Elena Camacho.

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