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Alquileres ‘pet-friendly’

Nidia García Hernández

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Una de las lecciones que nos dejó la burbuja inmobiliaria fue comprender la insensatez de hipotecarse a treinta o cuarenta años para conseguir la, entrecomillada, casa de nuestros sueños. Más que nada porque esta fantasía tiende a cambiar con el tiempo, junto a los vecinos y al propio entorno. Nos esforzamos en tener una casa en propiedad tras la jubilación (si llega) que nada tiene que ver con nuestro proyecto de vida reciente. Cambiamos nosotros y el ambiente, que se ha vuelto insoportable por el escándalo del 3º B y donde ni las vistas compensan ya, sepultadas por el mastodóntico bloque construido justo enfrente. Con el transporte público lejos y los paseos (bajo prescripción médica) en pendiente, sólo nos queda enclaustrarnos. Un encierro domiciliario voluntario donde observar el paisaje de un inexpresivo tabique de piedra mientras el reguetón de los vecinos se filtra por las paredes.Pero eso sí, en NUESTRA casa (recalcando mucho el pronombre posesivo).

Por supuesto, éste no es un destino fijo e invariable, también existen los propietarios felices. Lo que realmente ha conseguido esta historia es abrir las opciones. Vamos sacudiéndonos prejuicios y ya no resulta tan temerario vivir de alquiler; lo que nos acerca al resto de europeos quienes, rara vez, compran casa. Se rompe el mito: no es tirar el dinero, es ganar en libertad. La compra siempre estará ahí pero dejando de ser una imposición que nos adapte al molde de ciudadano de provecho.

Sin embargo, si conseguimos anteponernos a la inestabilidad laboral reinante y damos el paso de abandonar el nido, aún nos quedará sortear el gran obstáculo que continúa enraizado en el mercado de alquiler: PROHIBIDO MASCOTAS. Lo cual es legal pero, me parece a mí, no tan lícito.

A estas alturas todos conocemos los beneficios de tener animales: sus dueños viven más años, tienen un mejor sistema inmunológico y son, de media, más felices. Compartir con ellos nuestras vidas nos entrena en solidaridad, tolerancia y responsabilidad. En definitiva, la experiencia debería contar como un punto extra a la hora de cribar inquilinos y, no tanto, como un repiquetear de trompetas que anuncia el apocalipsis.

Sintiéndolo mucho por los fóbicos, la lógica pet-friendly está destinada a imponerse y eso es bueno, créanme, hasta para los que sueñan con la erradicación de los cuadrúpedos. La integración, unida a la buena educación, facilitará el superar los miedos.Y reducir terrores será siempre un progreso, personal y colectivo, resultado de una sociedad más sana.

Además, podemos compartir espacio entre todos sin necesidad de sobrepasar los límites de cada uno. Hay un amplio margen entre invadir el espacio personal y aparecer en el campo visual del otro; estoy segura de que en todo ese gradiente es posible encontrar un consenso. De hecho, está ocurriendo. En Barcelona se permite a los perros viajar en metro desde 2014 (y en Madrid desde julio de este año). Yo misma fui testigo en verano del encuentro entre un galgo, un cochecito de bebé y una bicicleta, los tres en el mismo vagón y con cero altercados. El resto de pasajeros tampoco corrió a quemarse a lo bonzo por temor a la catástrofe. Es suficiente con seguir trabajando las normas de cortesía que nos permiten vivir en sociedad. Lo que consigue no volvernos inflexibles y presas de la amargura, sino todo lo contrario, nos hace más tolerantes y, por tanto, mejores personas.

Si cada vez son más los servicios y comercios que aplican políticas integradoras, es hora de que los arrendadores dejen de discriminar por sistema. Una mala experiencia no es la norma. Y más importante aún: deja de fomentar un modelo que plantea la transitoriedad y el abandono de nuestros seres queridos. Puede ser que un propietario prefiera alquilar su casa a parejas sin hijos pero jamás se le ocurrirá proponer a unos padres la posibilidad de dejar a los niños en “otro lado”. Aceptamos que el pack es irrompible y las mismas normas tendrían que aplicarse a otros modelos de familia.

Vamos, hagan la prueba, les reto.

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