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Bartolo

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Román Delgado

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Siempre fue y actuó como una persona muy rara: rara, rara y rara. Bartolo era tan raro que no le interesaba el fútbol, así que, fiel a sus especiales principios, no vio el derbi de aquel sábado. Se enteró del desenlace, del uno a cero, sin querer: por un diálogo que mantenían otros a su paso por una plaza hediendo a cagada de perro, una de las tantas que, pese a ello, florecen en Santa Cruz. A Bartolo no le interesaba el fútbol, con lo que él no engordó el cincuenta por ciento de share (audiencia en televisión) que tuvo la transmisión del choque más guay de todos los que hoy se pueden dar en el archipiélago.

Atendiendo a esas mismas manías, que son raras, raras, raras; o sea, muy raras, Bartolo no se preocupó el domingo pasado de seguir los partidos clave que empezaron a la misma hora para decidir el campeonato de Liga. A Bartolo ni se le pasó por la cabeza sentarse en una terraza de bar, en el centro de la ciudad, para controlar a la vez los tres encuentros. Bartolo pasa de esto; elude esas atenciones masivas; atiende otras cuestiones: raras, muy raras, como le dice a menudo la gente.

Bartolo reniega de todo eso y solo se dedica a cosas que él considera más interesantes, y parece, aunque solo lo apoye una de cada diez almas, que lo son. Bartolo pasó aquel fin de semana del clásico entre los de Las Palmas y el Tete; le sudó los sobacos que el Madrid perdiera en Vigo ante el Celta y se la pelaron los empates del primero, el Atlético de Madrid, y del segundo, el Barça, cuyos jugadores parecen que andan con gasoil del peor de todos. Es lo que se escucha en la calle.

Pese a que eso era lo que había que hacer aquellos sábado y domingo, Bartolo, persona rara, rara, muy rara, se fue al parque Viera y Clavijo de la capital, donde no pudo caminar, y menos correr, sin tener que inhalar una cagada reciente de perro pijo o sin tener que cambiar su singladura habitual para evitar que un can menos malcriado que sus dueños se tirara a los calcetines de sus pies motivado por el olor simulado del pescado podrido.

Bartolo, esa persona rara y rara, dejó el recinto para evitar más incendios, que en Santa Cruz casi todos esos lugares, la pura realidad, son para los animales (y me refiero a algunos dueños).

Asustado, muy asustado, que lo mismo te sale un matón por el camino y te parte la cara, se dirigió a su casa con el corazón pidiendo permiso para salir por la boca (al final saltó fuera y lo tuvo que recoger del suelo, cagado y meado, para limpiarlo con agua del chorro antes de meterlo en su cajón para las vísceras). Corriendo, corriendo...; corriendo sin mirar atrás, cruzó el puente a la vez que un silencio inmenso y sospechoso se apoderó de la cuenca del barranco.

Pese a tan sutil aviso de que es menos peligroso ver fútbol por la tele y en casa que enamorarse de una ceiba, Bartolo siguió fiel a sus adentros y el domingo repitió como si tal cosa no fuera con él.

Bartolo es muy raro: raro, raro, raro.

*Cuento publicado en el libro llamado PolicromíaPolicromía

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