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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Besos catabáticos

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Román Delgado

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El puente en que transcurre esta bella historia de amor, o quizá solo sea de búsqueda del placer propio de la adolescencia, no es el de Brooklyn. Ni falta que hace. El puente en que transcurre esta historia sencilla de pibes de instituto es uno más cercano de estética herrumbrosa, y también peor cuidado. El puente en que transcurre esta historia de besos y abrazos bañada con humaredas de cigarrillo tiene la firma de arquitectos locales.

Son las ocho de la noche y la luz del día se retira de forma lenta, pausada, queriéndose ir pero haciéndolo sin que apenas se note. Junto a este adiós, se enciende una ligera brisa de montaña que tira hacia el mar, un viento liviano y catabático que refresca gracias a la potencia que poco a poco acumula al canalizarse entre las paredes rugosas e irregulares del barranco.

La luz aún no se ha ido del todo y esto mismo deja que la brisa se sienta con sus colores, sonidos y texturas. Poco después de esas ocho de la noche, dos cuerpos se posan en el centro del puente y se acercan para encontrarse por primera vez en el día que ya dice hasta mañana.

Los pelos brillan y viajan, por la luz terminal y la brisa de cumbre, y los cuerpos se aprietan entre sí hasta formar un único volumen. Vuelan labios y lenguas, salivas y dientes, y hay mordidas y apretones, y hojas que revolotean repletas de números y letras de juventud. El viento levanta las páginas y las hace desaparecer. Ellos siguen pegados. Apenas han envejecido unos minutos. Todavía se ve, poco, pero se ve.

Un hombre pasa corriendo. Es su primera vuelta. Le quedan nueve. Ellos no se despegan, sino que, cada vez que pasa el hombre cansado, se acercan más y más. Y llega el último giro, y el hombre se va. Ellos siguen pegados, ajenos a la noche plena. ¿Hasta cuándo así?

Cuento publicado en el libro titulado Policromía.

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