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Cercanías con destino a la Felicidad

María D. Pérez

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Me encuentro en el andén de la Estación del Norte, una joya de la arquitectura modernista ubicada en el centro de la ciudad de Valencia. Viajo sola y, con la maleta llena de autosentencias que nunca terminé de admitir, me protejo de la lluvia de lágrimas con el paraguas del orgullo.

De repente suena una voz por megafonía: “Cercanías con destino a la Felicidad efectuará parada en el andén principal”. Mientras me preparo, caigo en la cuenta de que para subir al tren que se aproxima voy a tener que cerrar el paraguas…

Tomo asiento junto a una de las ventanillas, respiro hondo, miro a mi alrededor y observo las escenas que ante mis ojos se manifiestan en aquel vagón. Los demás pasajeros parecen no advertir mi presencia.

“¡Otra vez llego tarde! -exclama un hombre con aspecto de ejecutivo, hablando con alguien por el móvil-. ¡Siempre llego tarde por tu culpa! Las oportunidades llegan y tú nunca estás donde deberías estar. ¡Pareces tonta!”.

No sé quién puede estar al otro lado del teléfono móvil ni cuál será su error o su culpa, pero creo que no merece ese trato. Me compadezco de ella sin saber quién es o qué es lo que ha hecho…

Sentadas en otro compartimento, dos adolescentes que parecen haber salido de una serie de Disney Channel comparten una revista. Parece ser que se sienten “perfectas” y con autoridad moral para destrozar sin piedad a una de las protagonistas de su revista. En tan solo un par de minutos han criticado su pelo, sus ojos, su nariz, sus dientes, su piel, su barriga, su ropa, sus zapatos, su sonrisa, su postura, sus arrugas, su celulitis y su estilo en general, al que han declarado oficialmente como “del montón”.

No sé quién es la chica de la revista que está siendo víctima del maltrato de estas dos cabezas huecas, pero pienso que no lo merece. Me compadezco de ella sin saber quién es ni cómo es…

Desde los asientos que están justo detrás de mí, me llega el sonido estridente de una voz enfadada:

“Pero ¿dónde crees que vas? -reprocha la voz-. Eres incapaz de conducir un coche, incapaz de ganar suficiente dinero como para no depender de nadie, incapaz de organizarte para llevar a cabo con eficacia todas tus responsabilidades como madre, como profesional, como mujer, como ciudadana, como hija, como hermana, como amiga, como vecina… Veinticuatro horas no son suficientes para ti, pero el día tiene veinticuatro horas y es perfecto. La que tiene el problema eres tú, que no naciste con la energía suficiente, con la capacidad de planificación y acción que hay que tener para triunfar en la vida y ser feliz”.

¿Triunfar en la vida y ser feliz? Me pregunto si esta persona no se da cuenta de que la felicidad tiene poco que ver con triunfos externos, con planificaciones, organizaciones, capacidades, habilidades o dinero. La felicidad no te la da una circunstancia, ni siquiera es una actitud, aunque la actitud te acerca a ella. La felicidad es una decisión. La eliges cada minuto, cada segundo de tu vida…

No sé quién es la pobre que está soportando el chaparrón de impertinencias de esa voz que escucho detrás de mí, pero no merece tales desconsideraciones. Me compadezco de ella sin saber quién es ni cómo piensa…

Un vaivén algo brusco del tren detiene mis pensamientos. Miro por la ventana y veo que hemos llegado a nuestro destino. Las puertas se abren y bajan todos los pasajeros, pero, cuando yo voy a salir, se cierran de golpe las puertas, dejándome encerrada y sola en aquel vagón.

Golpeo la puerta y grito: “¡Abran la puerta, por favor!”. Pero nadie parece verme ni escucharme…

El tren se pone en marcha: “¡No puede ser! ¿Qué hago?” -pienso en voz alta-. Ya sé. Voy a buscar al maquinista…“.

Intentando mantener el equilibrio voy pasando de un vagón a otro hasta que llego a la cabina de mandos:

-Disculpe -le digo, tímidamente-, yo quería bajar en la parada de la Felicidad pero se me han cerrado las puertas bruscamente y…

-¿Tienes el certificado en regla? -me pregunta, mirándome a través de una especie de espejo retrovisor.

-¿Qué certificado? -le respondo, poniendo cara y gesto de no estar entendiendo absolutamente nada-. Pero si ha bajado todo el mundo…

-El certificado de Autoobservación, niña.

-¿Cómo?

-No ha bajado nadie. Ibas tu sola en el tren, querida.

-Pero si yo he visto…

-Todos esos pasajeros eran proyecciones de tu propia mente que intentan hacerte comprender algo: no hay nada que hayas escuchado de ellos que no te lo hayas dicho tú a ti misma… ¡Millones de veces! Sin embargo, eres capaz de compadecerte de cualquier persona, sin conocerla, sin verla, sin saber cómo piensa, cómo es o qué ha hecho. La pregunta es sencilla: “¿Por qué no sientes la misma compasión hacia ti? ¿Dónde está la comprensión, la empatía y la capacidad de valorarte a ti misma como valoras, comprendes, empatizas y te compadeces de los demás?”.

Agaché la cabeza y volví a mi vagón. Me senté de nuevo junto a la ventana y esperé a la siguiente parada. Me quedé un poco adormilada hasta que una leve sacudida me abrió los ojos otra vez. El tren se había parado. Miré por la ventana y descubrí mi nuevo destino. La luz radiante del sol me invitó a dejar mi paraguas en el viejo tren. No lo iba a necesitar.

Al bajar del vagón, resbaló mi maleta, abriéndose al chocar contra el suelo y dejando escapar, ante mi sorpresa, un revuelo de mariposas. Siguiendo la trayectoria de su ascenso, mi mirada se cruzó con un cartel que decía: “Bienvenidos a la Estación de la Autoobservación. Desde aquí podrá solicitar su certificado de admisión para desplazarse hasta las ancestrales rutas de la Comprensión, las paradisíacas playas de la Gratitud o las verdes montañas de la Alegría”.

Y en ese instante supe que yo era el destino al que la Felicidad acabaría llegando sin remedio.

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