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Día de gloria

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Nieves González Arrocha

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En cuanto entré en aquella habitación, sabía que no habría vuelta atrás. Había estado jugando con fuego durante mucho tiempo y esta era la consecuencia de aquel pasatiempo. Por un instante lamenté tener que estar ahí, pero tampoco quería irme y no terminar lo que empecé; en el fondo sabía que realmente me apetecía vivir lo que estaba pasando. En aquel momento, y por una vez en la vida, no pensé en lo que podría ocurrir al día siguiente. E incluso, horas antes de llegar allí, le quité hierro al asunto pensando en que nada tendría por qué cambiar. Ilusa. La realidad era que ya había cambiado. Para siempre.

Las horas sucesivas fueron increíbles. Sentí que era una persona plena, ¡vaya tontería!, a mi edad, ¿verdad? Opuesto a lo que podía haber pensado en cualquier otro momento de mi vida, no me sentí culpable. Todo lo contrario. Sabía que había hecho lo adecuado, que igual no era lo correcto, pero era lo que necesitaba. Y no me equivoque, no hubo despecho en todo aquello, simplemente había vida, mucha vida, y una sensación de haber cogido el toro por los cuernos, nunca mejor dicho.

Con el vuelco en el corazón intacto, llegué a mi casa con la única obsesión de preparar la comida, recoger la ropa que había tendido por la mañana y tumbarme en el sillón. Modus operandi básico de cualquier tarde de viernes. Apoltronada en el sofá cambiaba canales sin ton ni son, no había sentido en lo que hacía, las únicas imágenes que procesaba mi cerebro eran las de aquella habitación, una y otra vez, en bucle.  

Llegó la noche y me fui a la cama como lo había hecho la noche anterior, como lo venía haciendo repetidamente en los últimos diecisiete años que llevaba viviendo en esta casa. Nadando contra lo corriente, así me sentía, como un pez que trata de vencer las mareas de la monotonía, del ritmo constante, de la imposibilidad de dar color a lo que es monocromo. Me ahogaba cada día en esa vida que jamás deseé tener. Y eso que una vez fui feliz. ¿Pero ahora? Ahora mi cuerpo tiembla cada vez que pienso en la situación que estoy viviendo aquí dentro, en que, aunque no me guste utilizar esta palabra, siento que no merezco esto. Merecer, ¿acaso somos dignos de esta palabra? Supongo que yo en este caso sí. No imagino este sinsentido constante, eterno.

No soy dueña de mi. Soy fruto de un contrato, del acuerdo tácito, de lo que callamos y no dijimos. Pero quiero salir de este encierro al que yo misma me he sometido. Volver a recordar la sensación que imprime la libertad. Sentir que me pueden querer sin tener que mendigar ese cariño. Tocar el cielo en una caricia, en una palabra amable, en la mirada del que da sin medir el calor de un abrazo. Eso quiero. Aunque la respuesta es posible que no esté en aquella habitación, y puede que tampoco en esta que me cobija…

Quiero salir de aquí. Volar y dedicarme el espacio que yo misma me arrebaté, decidirme de una vez por todas a ser yo misma, a mirarme al espejo con la serenidad que da el estar en paz. Sentirme así, plena con mis actos y decisiones, exactamente como hice esta mañana al atravesar el umbral de la puerta que llevaba a aquella nueva estancia. Un pasaje al interior, a ser nuevamente, a nunca más tener que volver a pedir permiso.

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