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Doña Molestia y don Protestón

José Miguel González Hernández

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El mundo es un lugar oscuro, lleno de amenazas. Todo está corrupto y los problemas se han convertido en seres que devoran vidas hasta transformarlos en la mismísima muerte. Los toques de queda autoimpuestos, las censuras propias e importadas, los asesinatos invisibles, la amenaza de desgracia inminente y continua que no hacían sino empeorar paulatinamente la situación...

Esa era la visión existente de la realidad en un hogar en el que vivía una familia, aparentemente bien avenida, formada por un matrimonio tradicional, con reparto de roles socialmente aceptados y con un futuro compartido basado en la incomodidad perpetua. No tenían prole ni falta que les hacía. La razón que siempre habían defendido es que no se sentían lo suficientemente preparados, pero realmente el motivo se basaba en que no querían desperdiciar ni un minuto en algo diferente de su principal propósito: la queja.

Doña Molestia y don Protestón no hacían otra cosa que quejarse, normalmente de cosas iguales pero con perspectivas diferentes, para tener la posibilidad del mutuo enfrentamiento, haciendo que, al menos uno de los componentes de la pareja, saboreara el gusto de la victoria y el reproche, teniendo como seguro un encuentro de traseros en el lecho conyugal donde la parte aparentemente ganadora esgrimía una mueca en forma de sonrisa socarrona no sin tener ese amargo sabor del continuo conflicto, mientras que la otra no hacía sino aguantar la respiración mientras sus pupilas se dilataban para ver más clara la derrota, a la vez que se acomodaba a la oscuridad que le era ofrecida por toda una noche que quedaba por transitar en la búsqueda de la revancha.

Así transcurría el tiempo hasta que los gruñidos matutinos se iban convirtiendo en palabras inteligibles hasta alcanzar un tema común sobre el que se pudiera ejercer una voraz crítica sobre un entorno en el que todo era un desastre. La chispa podía saltar en cualquier lugar: una noticia emitida por la radio, en una imagen aparentemente inocua presenciada en la televisión, incluso en la cola del supermercado. Todo era susceptible de ser criticado. Todo tenía la candidatura a ser despellejado impunemente. Y por todo, a la vez que por nada. O por si acaso…

Despreciaban la sonrisa y se sentían humillados por el buen humor, de tal forma que se convertían en auténticas personas que practicarían la brujería, si hiciera falta, con el fin de enviar hechizos maléficos a su alrededor, con el firme propósito de irradiar incomodidad, desgracias y sombras, de tal forma que tanta mala leche ya traspasaba el umbral del enfado para alcanzar la perpetua tristeza.

Sus rostros eran comunes, pero cuando se miraban al espejo lo que veían eran caras abruptas y angulosas, con frente alta y hendiduras en las sienes, con marcadas aletas vibrantes de la nariz junto a su falta de carnosidad, con asimetrías en los hemisferios faciales y ángulos rectos en sus mandíbulas monopolizado por ojos sin vida ni ilusión, lo que potenciaba la exacerbación del ego.

Al final descubrieron que la sociedad no estaba tan mal, que los desenlaces no tenían por qué acabar siempre en catástrofe, que la cara se iluminaba después de una larga y profunda sonrisa, que siempre habría tantas personas a la que ayudar como las que querían ayudarnos…. De todo eso se dieron cuenta doña Molestia y don Protestón cuando comenzaron a comprarse la ropa interior una talla más grande (incluso dos, según el modelo) que la que normalmente usaban. Y es que, parece ser, estar todo el día con apreturas, principalmente, termina por agriar el carácter.

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