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Señor X

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Indra Kishinchand López

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Anoche soñé que veía desplomarse a un desconocido detrás de un cristal mientras todos los asistentes a aquel recital miraban atónitos y paralizados cómo la muerte se paseaba sin enemigo. Atravesé el cristal y corrí mientras gritaba a mi audiencia si de verdad continuar con aquel estúpido concierto era lo más importante. Me agaché a escuchar las entrañas del hombre y solo encontré nada. Entendí entonces por qué me miraban todos. Nadie quería sentir ese vacío. Creí que yo también dejaría de respirar cuando de repente oí un corazón latir de nuevo. Levanté aquel cuerpo y lo llevé a un rincón mientras unas niñas cantaban ante sus padres orgullosos y más muertos que cualquiera que se quedara sin latido durante unos segundos.

Me giré a buscar al señor X y había desaparecido. Quien podía haber sido mi familia pero no era más que un hombre del que no sabía nada me huyó a sabiendas de que lo buscaría. Corrí por un parque con desesperación; con la creencia de que hallaría un esmoquin entre tantas familias de domingo. Corrí con la impaciencia grabada en mis venas y no supe si lo hacía por verificar la salud de un extraño o porque necesitaba corroborar que había hecho lo suficiente.

Ahora me recuerdo con la sensación de que todo fue real e identifico con mis gritos a quienes me miraban extrañados por haber invadido una pista vacía para salvar a un forastero. Mientras lo pienso se me encoge el miedo por darme cuenta de que la muerte se escapa tan rápido como las horas de una tarde de domingo. Cuando me preguntan si me da miedo precisamente la muerte siempre contesto que no me aterra el qué sino el cómo. El fuego frente al mar, las balas frente al temblor o el sueño. Morir no es la cuestión si no eres consciente de ello, si entiendes aunque sea un segundo antes que todo se acaba como se vacía el tequila los viernes por la noche.

Por eso cuando aseguro que no lo volveré a hacer, sea lo que sea, pienso en ese último segundo y en cómo me gustaría que fuera. Así ocurrió en ese sueño de sábado a deshora en el que supe que si no actuaba ante la indiferencia sería yo quien dejaría de respirar eternamente. Pero ese impulso no hace nunca que desaparezca la incomprensión ante todo lo que sucede, el desconcierto ante la infidelidad con los principios de verdad y bondad, con el deseo de justicia y libertad incluso para morir. Por eso ahora, cuando aseguro que no lo volveré a hacer, sea lo que sea, solo puedo recordarme a pleno sol de noviembre en medio de una pista de baile vacía escuchando cómo un corazón se para. “Lo harás una y mil veces”, me dice mi conciencia. Todo por la nada. Todo por un extraño de cuerpo inerte.

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