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Noches de Reyes

Camy Domínguez

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¡Bien que nos gusta una democracia y una libertad de opinión…! Confieso que desde niña para mí la noche de Reyes ha sido la noche mágica por excelencia, independientemente de que por San Juan sucedan hechos que se les pudieran achacar a la mano inefable de otros espíritus.

Este año estuve en la cabalgata de Reyes de mi pueblo con mis pequeñas. He visto muchas cabalgatas, no tantas como corresponde a la edad que tengo (porque en mi infancia la imaginación hacía que un vecino sacando a pasear a su bestia a la oscuridad del atardecer pareciera a lo lejos un rey mago), pero sí he llegado a ver hasta dos en una misma noche, aunque ahora la mayoría de los pueblos las hacen coincidir para que cada uno pueda tener a Sus Majestades en simultáneo y no puedan hacerse comparaciones de una con otra.

También sé, porque ha sido alguna vez mi trabajo, lo que cuesta caracterizar a los personajes, vestir y maquillar pajecitos y figurantes, y además, por haber ocupado un cargo municipal, lo que supone organizar una cabalgata de Reyes: el tiempo de antelación con que debe fijarse su precio en los presupuestos municipales (caramelos, ropas, adornos, alquiler de camellos y camelleros, grupos, bandas y demás figurantes que actúan en la animación del desfile), pues hasta la mínima hojuela de confeti tiene que aparecer presupuestada si no quieres tener que vértelas con una modificación presupuestaria y con las críticas de la oposición sobre si esta vez fue más corta o de mayor despilfarro que el año pasado, por no decir sobre la coordinación que hace falta entre participantes, cuerpos de seguridad y limpieza...

Y como he visto y participado en no pocos de esos eventos, tengo que hablar de las opiniones que he escuchado al final. Yo normalmente escucho más de lo que hablo, porque a veces cuando hablo hay alguien que me reprocha mi ceguera. Todos los años pasa lo mismo. Me voy a la cabalgata y, aunque sepa de antemano que ver cada camello en vivo y en directo sale por los menos a mil euros por joroba, que cada galón brillante del vestido de los Reyes y su séquito cuesta como mínimo a un euro cincuenta el metro, que me voy a encontrar con unos Reyes con las barbas tan falsas que parece que estuvieron en la peluquería de la Marys toda la tarde haciéndose rulos y tirabuzones en ellas, me dejo todo eso detrás de la puerta de mi casa y me voy... “y que a ver a los Reyes Magos”, con la misma ilusión que cuando tenía cuatro o cinco años y me pasaba las tardes, desde principios de diciembre, recogiendo hierbita fresca en la huerta de casa una y otra vez porque se me secaba de un día para otro y no era cuestión.

Unas veces han pasado por delante de mí los Reyes en moto, otras andando, otras en carrozas llenas de paquetes y haditas tirando purpurina y caramelos, otras en coches históricos, otras en camellos deprimentes y huraños, otras en caballos pura sangre que se alzaban desbocados peligrosamente en sus cuartos traseros para que te diera tiempo de ver los brillos de la pedrería plástica de sus atuendos; otras pasaron fugazmente que ni los vimos porque iba a empezar a llover y se le corría la pintura a Baltasar y se le encrespaban los tirabuzones de la barba a Gaspar. Cabalgatas largas, cortas, austeras, espléndidas, más reales o menos reales, pero confieso que siempre me hacen sentir otra vez una niña y me arrancan las lágrimas, hasta que escucho desde mi ensimismamiento: “Mami, ¿estás llorando?”.

Este año a mi pueblo vinieron casi todos los personajes de animación que conocí en mi infancia y en el resto de mi vida, incluso decenas y decenas de personajes a los que hubiera querido tener al lado cuando era niña, bueno, y de mayor: los enanitos de Blancanieves, la Patrulla Canina, los Power Rangers, Mario y Luigi, los Pokemon, los Lunnies… Fue un no parar, por no hablar de payasos, magos, coches engalanados…

Hacía un buen rato que pasaban personajes y mirabas allá a lo lejos y ni por asomo aparecía la figura de Sus Majestades sobre sus “reales” cabalgaduras. Hasta que al fin aparece el rey Melchor delante de mis ojos en un espectacular camellito blanco, elegante como siempre, seguido por Gaspar y Baltasar, este último de auténtica raza negra, nada de pintura (ni de pasamontañas para evitar la alergia a la pintura, como en otras cabalgatas de otros pueblos).

Fue un momento absolutamente mágico cuando aquel Rey que me había traído siempre mis regalos me miró con su nívea sonrisa. Hasta que pasan del todo y se acaba el sueño, porque tú estás muy extasiada oyendo alrededor comentarios de los chiquitines diciendo que les dejaron preparado un zapatito lleno de hierba y tres copas de mistela, pero mientras otros padres se quejan de que si la música de batucada no es adecuada, que si desde que pasaron de largo volvió a sonar regatón en el hilo musical de la calle, que si los micrófonos fallaron, que si la cabalgata no es digna de un pueblo como el nuestro que se merece mucho más…

Y luego llegas a casa y, en lo que haces tiempo para que las peques se acuesten y así poder colocar los paquetes bajo el arbolito, ves que en las redes sociales continúan las críticas y el politiqueo sobre si la cabalgata de este pueblo fue mejor que la del otro, que será porque gobiernan los amiguitos de no sé quién, que si no hay vergüenza, que si los republicanos, que si los independentistas, que si los reyes, que si esto, que si aquello… ¡Vamos! ¡Una agresividad que espero que los niños no hayan oído ni leído uno solo de esos comentarios!

Por eso pienso que lo mejor es que el próximo año nos dejen y vayamos solo los niños a la cabalgata.

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