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Nieves González Arrocha

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9.45 de la mañana. Había llegado media hora antes de la cita concertada, excesivo tal vez, pero eran manías heredadas de su padre, que le inculcó el valor de la puntualidad. En la sala, frío, excesivo aire acondicionado para aquel momento. “Mierda”, pensó. “No llevo nada para abrigarme”, se dijo mientras se aferraba al bolso como si le fuese la vida en ello.

En lo que esperaba no pudo evitar mirar los talones agrietados de la doña que tenía a su derecha. Llevaba la chaqueta tan tiesa que daba la sensación de estar desmesuradamente almidonada. Parecía coqueta por su permanente de peluquería, aderezada con excesiva laca, y por sus labios perfilados, fruto de la artesanía más fina. Además, aquella impoluta manicura en rojo era obra de una profesional, no cabía duda. Por eso le extrañaba aún más esa dejadez que presentaba en los pies. Era difícil de entender.

“Su turno”. La chica de voz dulce que le había abierto a la llegada la acompañó hasta el umbral de la puerta. Entró decidida y con ciertas ganas de hallar un poco de calor en esta nueva habitación. Las paredes eran blancas, sin decoración alguna salvo una decena de diplomas, cada uno con su marco. A la izquierda un mueble repleto de libros y una fotografía de una sonriente niña abrazada a un dálmata. Encima de la gran mesa, un ordenador, alguna que otra carpeta, papeles sueltos, un calendario y un bote repleto en el que apenas cabía un bolígrafo o un lápiz. Todo cuidadosamente ordenado.

Al otro lado de la mesa, la espera se hacía interminable. Le dio tiempo a observar el más mínimo detalle de aquel cuarto. Buscaba distracciones en cualquier esquina con tal de centrar el pensamiento en cosas triviales. Clavó su mirada en una pequeña mancha de sangre que había en la pared y pensó que posiblemente procedería de algún mosquito, o eso esperaba. Encontrar una mancha de sangre en una consulta no era un buen augurio. Comenzó a imaginar cómo habría sido aquella muerte por aplastamiento. ¿Merecía ese final? Merecer, injusto verbo…

Cuando la discusión moral sobre la merecida muerte, o no, del mosquito estaba en su punto más álgido, se abrió la puerta dejando paso a una respuesta. El doctor, con cierta parsimonia, se fue quitando la bata en lo que accedía a la estancia, quizás para parecer más persona, y se sentó en aquella silla que aparentaba ser cómoda. Su mirada aséptica no dejaba entrever si las noticias eran buenas, malas, o todo lo contrario. Y eso, la puso más nerviosa. Aun así se preparó para escuchar. El médico, tras un rodeo de explicaciones, datos, baremos, estadísticas, probabilidades, dibujos y flechas en un folio, lanzó el diagnóstico… Tragó saliva. Trató de respirar hondo. Logró mantener el tipo durante el resto de minutos que duró la conversación; quería ser fuerte. Y lo consiguió. Salió de aquel despacho regalando una sonrisa y solo bastaron cinco pasillos, cuatro pisos en ascensor, tres puertas, dos náuseas y unos veinte metros para derrumbarse junto a la puerta del coche. Su cuerpo no pudo responder a sus deseos de fortaleza y no aguantó más. Allí, casi de rodillas, en el suelo y sin poder parar de llorar, volvió aquel verbo a su cabeza: merecer, injusto verbo...

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