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La araña mística

María D. Pérez

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Mi mente no se calla ni debajo del agua. Es más, parece que el chorro de la ducha activa algún misterioso mecanismo de hiperactividad neuroquímica, porque todo intento de no pensar mientras me entrego a la caída del agua sobre mi cabeza desemboca en estrepitoso fracaso. Claro que los fracasos son oportunidades disfrazadas y a mí… me encanta desenmascarar misterios.

Aquella noche, la culpable de mi fallido intento por no pensar fue una diminuta araña patilarga que hacía lo imposible por subir por el mojado y resbaladizo azulejo de la pared. A primera vista, me pareció una especie de pelusilla pero enfoqué de nuevo mis miopes ojos y la vi mejor: la pelusilla daba dos pataditas hacia arriba y resbalaba. Al imaginarme la posibilidad de que aquel artrópodo arácnido fallara en su escalada y cayera a mis pies, un escalofrío me recorrió la espalda y una furia visceral se apoderó de mí, pero cuando iba a aplastarla sin piedad algo me hizo parar y pensar. La metacognición se activó en mi lóbulo frontal y observé la situación objetivamente: era yo… contra una pelusa viviente. Por lo tanto, las razones de mi miedo eran, además de infundadas, sencillamente ridículas.

Pero ¿por qué me daba miedo aquel diminuto ser que luchaba por alcanzar el siguiente azulejo sin caer al vacío? ¿Cuántas veces hemos tratado de aplastar aquello que nos produce un miedo irracional, sin detenernos a reflexionar sobre la causa de ese temor? ¿Hasta qué punto los miedos inconscientes nos hacen cometer estupideces?

Salí de la ducha pensando en estas cuestiones, mientras me envolvía en mi toalla y le perdonaba la vida al bicho. Ella no lo sabía pero, en aquel momento, yo era su diosa… ¡qué cosas!

Pasé la mano por el espejo para quitar el vaho y me encontré con alguien que me observaba desde el otro lado del cristal. Me miró a los ojos y me preguntó: “¿De qué tienes miedo realmente?”. Yo le respondí, después de pensar un momento, que lo que más miedo me da es la tristeza, pero no cualquier tristeza sino esa que llega sin motivo, irracional, y que puede llegar a boicotear un momento mágico. Es como si, cuando eres feliz, surgiera para recordarte que no puedes serlo.

“¿Qué pasaba en el momento en el que apareció esa tristeza por última vez?” -me preguntó. Yo recordé cuándo la sentí por última vez. Cuándo me hizo incluso llorar sin motivo. Y fue en un momento en el que me sentía querida, porque alguien me daba un sentido abrazo. “No tiene sentido”, pensé. “Sí tiene sentido”, me dijo ella: “Ve a tu infancia… y busca los momentos en los que te acurrucabas en los brazos de un adulto. Esos momentos en los que te acariciaban, te mimaban y te abrazaban. Busca y verás que lo hacían cuando estabas llorando porque te había pasado algo malo: una caída, un golpe, una palabra hiriente de alguien insensible… Algo o alguien que te hacía llorar y entonces aparecía ese adulto y tenías consuelo”.

En ese momento, comprendí…. ¡claro, cómo no se me había ocurrido antes! Aprendemos que para recibir abrazos, caricias o mimos, debemos llorar, debe sucedernos algo malo. Posiblemente esa sea la razón por la que ahora, al recibir un abrazo entregado, nuestro cuerpo, inconscientemente genera la química de la tristeza. Nuestro cuerpo sigue creyendo que debe llorar para seguir recibiendo abrazos y caricias…

Es posible que incluso evitemos recibir amor porque lo asociamos con algo que se nos da solo por compasión o porque nos sucede algo malo… y así vamos tejiendo la compleja tela de araña de nuestras emociones boicoteadoras de felicidad.

Volví al momento presente con una frase de Rumi, un famoso místico sufí, que decía: “Tu tarea no es buscar el amor, sino buscar y encontrar dentro de ti todas las barreras que has construido contra él”.

La del espejo sonrió complacida y yo miré de nuevo hacia la pared de la ducha y observé que la araña ya no estaba. Se había ido y, con ella, se fue… mi falsa tristeza.

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