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Se confunden los términos

Ana Mendoza

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Art. 1, 2 de la Constitución Española “La Soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Indiscutible texto sin más interpretación que la específicamente expresada.

No obstante, la realidad no se ajusta al título jerárquico asignado por ley al pueblo soberano. Asistimos habitualmente con desolación a gestos y actitudes de algunos representantes políticos que “concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular” (art. 6), pero que nada tienen que ver con el respeto debido hacia quienes les delegan la responsabilidad de servicio público, inherente a cada cargo oficial.

El actual destrozo social, político y económico inferido a esta ciudadanía, por mor de una gestión poselectoral nociva y contaminada de ambiciones individualistas e intereses de partido, nos ha abocado a un estado de indefensión de difícil escapatoria; pues unas nuevas elecciones, con los mismos candidatos de cada facción, no auguran ninguna posibilidad de éxito para nadie; en especial para el “patrono” defraudado por aquellos empleados que contrató en las urnas a partir de un currículo en formato de propaganda electoral y promesas falaces que jamás se cumplirían.

La precaria situación sociopolítica actual viene de dos vertientes bien definidas que confluyen en el título de este análisis.

De un lado, la dicotomía instaurada entre la ciudadanía normal y la mal denominada clase política, devenida en la peyorativa definición de casta por motivos flagrantes.

Por otra parte, el habitual menosprecio ejercido desde los cargos públicos hacia la población en general, conculcando derechos constitucionales perfectamente definidos en las Carta Magna.

El primer caso es una cuestión de prioridades. La gran distancia entre los derechos del pueblo y los intereses políticos, determina una diferencia insalvable entre dos bloques diferenciados en mundos aparte, donde nada tienen que ver unos con otros.

La segunda consideración es consecuencia de esta primera. Y es aquí donde se confunden los términos de quién es el soberano y quién el servidor. Aquellos que acceden al mal llamado poder, ofreciendo una supuesta vocación de servicio, quienes apenas instalados en la poltrona la consideran trono, que consideran a sus antes conciudadanos como vasallos. Se coronan como padres patrios, pero son, además de un fraude, una esperpéntica figura para vergüenza ajena de sus otrora allegados.

Un vínculo que paliase tanto despropósito sería la Ley de Participación Ciudadana. Un articulado pletórico de buenas intenciones, cuya redacción inspira la excelencia de la cooperación con las instituciones y los beneficios de la aportación gratuita y desinteresada de asociaciones populares y plataformas vecinales, para ofrecer respuestas viables a problemas detectados a pie de calle; no desde un despacho. Por desgracia, dicha ley es papel mojado, hasta llegar a la conclusión de que solo la sociedad civil está capacitada para resolver sus propios problemas. Dichos grupos ciudadanos, debida y legalmente configurados, son interpretados como una incómoda molestia para las instituciones, como si de una injerencia se tratara, en lugar de aprovechar la sinergia colectiva en favor de los intereses ciudadanos.

Es sintomático el intento de ninguneo ante iniciativas populares que solucionarían alguna parcela problemática en manos de la mediocridad oficial. Rechina que un cargo público se refiera a sí mismo en tercera persona y por el título, en un intento aparente de marcar distancias en favor suyo, cuando en la realidad él se halla por debajo. Decir de su propia persona: “Este concejal opina…”, cuando debiera expresarse como: “Este servidor del pueblo…” es un claro indicio de cómo pueden llegar a confundirse los términos.

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