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La moraleja

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José Miguel González Hernández

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Era un sueño sin cumplir, pero estaba cerca de poder lograrlo. Había ahorrado durante un largo tiempo hasta conseguir todo el dinero posible, de forma que llevar a cabo ese gasto no alteraría sobremanera sus finanzas personales y, lo que es más importante, no tendría la necesidad de acudir al endeudamiento.

Pensaba que estaba preparado porque, desde hace mucho tiempo, disponía de una amplia discografía de aquellas figuras de orden superior, tanto a la hora de componer como de ejecutar. Pero el espacio en su hogar cada vez escaseaba más, aunque la innovación tecnológica permitió una acumulación masiva en lugares diminutos, porque primero fueron los vinilos, pero luego vino el CD, para, por último, llegar a los archivos tipo mp3.

Lo cierto es que practicaba audiciones de amplios espectros, de forma que escuchaba interpretaciones tanto del pasado como del presente; de la música clásica, del jazz, del rock… Incluso del reguetón, aunque solo necesitara dos teclas. Escuchaba a Clara Schuman, a Fryderyk Chopin, a Serguéi Rajmáninov, a Herbie Hancock, a Chick Corea o a Diana Krall, entre otros y otras.

Mientras escuchaba la música, se recreaba con la imaginación visualizando su propio concierto, su propia interpretación, para luego recibir esa ovación imaginaria con una duración que le parecía infinita a la vez que deseada, por ver a toda la platea y palcos en pie presentando un respeto y un entusiasmo que emocionaba.

Y llegó el día. Recogió el sobre en el que guardaba todo el dinero y se dispuso a ir a esta tienda de instrumentos musicales donde día sí y día también se pegaba al cristal del escaparate como si sus manos fueran ventosas pegajosas, mostrando el ansia de poseer todo cuanto allí estuviera. Pero hoy sí que podía entrar para algo más que hacer reiteradas preguntas, o para solicitar acariciar alguno de los aparatos que allí se encontraban, o para incluso pulsar algún traste o tecla en busca de algo de miel para los oídos en forma de nota musical.

Cuando entró en la tienda, se sentía con poder porque tenía en sus manos la posibilidad de adquirir el instrumento musical más deseado por su parte: un piano. Ochenta y ocho teclas. Siete notas con sus correspondientes bemoles y sostenidos que se reproducirían escala arriba, escala abajo, con una polifonía infinita que solo dependería de la velocidad de las manos con sus correspondientes dedos. Pese a que lo había en negro o, incluso, en blanco, finalmente lo había elegido de un color que le parecía más discreto a la par que elegante, a su modo de ver, porque el palisandro se ubicaría como una pieza más en el salón de su casa sin perder su protagonismo, pero sin destacar de forma ostentosa.

Entró, preguntó, lo eligió, lo pagó y se lo llevó. Bueno, pero no en ese momento. No obstante, las casualidades de la vida permitirían tenerlo esa misma tarde, sobre las cinco. Perfecto, pensó, justo después de la siesta. ¿Y la banqueta? Por supuesto. La banqueta también, haciendo juego, claro está. Venía incluida en la oferta.

Como no podría ser de otra manera, el espacio en su casa había sido reservado desde hacía tiempo sin necesidad alguna de eliminar ningún mueble, más allá de mover alguna silla. Esperó ansiosamente y, a las 16.50, escuchó el timbre. Ya había llegado.

El olor a nuevo inundó sus fosas nasales. La imagen de los embalajes y demás protecciones, quedando al margen, significaba que el instrumento estaba dispuesto a ser tocado. No fueron más de quince minutos la instalación y de treinta más la perfecta afinación (la tecnología ayuda mucho para ahorrar tiempo) aunque realmente ya venía bien programado, pero, como ya se sabe, en los rigores del transporte, alguna cuerda podría haberse destensado levemente.

Una vez finalizado todo el proceso, dio una generosa propina al personal transportista e instalador tras firmar la correspondiente factura de entrega. Dijo adiós y se quedó solo frente al piano. Se sentó en la banqueta tras haberla regulado en altura. Levantó la tapa. Acarició las teclas y pulsó una de ellas. Magia. Emoción. Pero quería más. Tecla a tecla sonaba a principiante y él se consideraba un experto. Abrió sus manos y extendió sus dedos disponiéndose a tocar algún acorde y ocurrió... Sonó a juguete viejo. Había tanta distorsión en el sonido que molestaba a cualquier frecuencia por muy inaudible que pudiera parecer. Lo siguió intentando y nada. Aquello sonaba mal. Muy mal.

Se levantó de la banqueta, buscó el número de teléfono de la tienda y llamó. Menuda bronca. La persona que lo atendió le pidió calma y prometió que esa misma tarde volverían a pasar por su casa para comprobar la mercancía porque, sin desmerecer sus palabras, le parecían increíbles. No tardaron más de diez minutos en volver. Otra vez el timbre. Explicaciones y aspavientos. En esto, el personal se sentó frente al piano y ejecutó una brillante melodía. ¿Qué había pasado? ¿Por qué suena ahora tan bien? El propietario solicitó sentarse y, al ejecutar las notas, desastre... sonaba a atropello. A estridencia.

Pero ¿sabe usted tocar? ¿Ha aprendido en algún sitio? Le preguntaron. ¿Tocar? ¿Yo? Creía que sí porque ¿era necesario aprender? Contestó. Se miraron. Miraron la colección infinita de música y habían entendido que en ese lugar había mucha voluntad y horas de audición, pero poco conocimiento, siendo condición necesaria, pero no suficiente. Así que, moraleja: solo teniendo un piano no hace que te conviertas en pianista.

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