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Una mujer como muchas

Camy Domínguez

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A él le gustaba verme llorar porque decía que le ponía verme así porque las lágrimas me hacían parecer más bonita. Nuestra relación tuvo un alto componente de llanto; yo diría que más de la mitad del tiempo que pasé a su lado fue llorando. De novios, cuando quería que yo cediera en algo, solo tenía que levantarse y hacer como que se iba para siempre y al momento estaba yo corriendo tras él, rogándole que volviera y asumiendo que todo era por mi culpa. Tenía que haber cortado en uno de esos arrebatos y dejar que se fuera para siempre con sus caprichos de mocoso estúpido, pero no lo hice. Y él se acostumbró a eso, a que siempre yo le perdonaría y volvería el círculo a comenzar de nuevo.

Aquel muerto de hambre de mirada perdida en el infinito era mi ídolo, a la fuerza me había robado el corazón y no quería quedarme sola sin contemplar aquellos ojos. La primera vez que tuvimos una relación yo no estaba preparada, tenía mucho miedo, estaba faltando a la confianza que mis padres habían depositado en mí, pero él se empeñó y, para no contrariarlo, lo dejé hacer, y un día y otro. Fingí ser feliz pero en realidad estaba aterrada por cómo se iba sucediendo todo sin que yo pudiera pararlo… o sí. Era tan tierno cuando acariciaba mi vientre y me decía que quería que yo fuera la madre de sus hijos... Fue muy doloroso cuando lo escuché enfrentarse a mis padres por darme las órdenes que ellos consideraban adecuadas y por querer lo que era bueno para mí. Me sentí en la tesitura de tener que elegir ponerme de su lado o del de ellos. Siempre tuve la sensación de que los odiaba y me dolían mucho las críticas que hacía hacia ellos y hacia el resto de mi familia. Luego empezó a quererme solo para él y así dejé de salir, primero con mis amigas de la universidad, luego con mi pandilla, luego con las amigas de toda la vida. Nos casamos y dejé de trabajar.

Me quedaba todo el día en casa sola, estudiando y esperándolo, mientras él se iba a trabajar hasta catorce horas diarias y nunca supe en qué invertía el tiempo, porque el dinero que llegaba a casa era tan mísero que no alcanzaba para comer y encima me pasaba el día sola. No merecía la pena trabajar para eso. Cuando nació mi primera hija, me sentí la mujer más feliz del mundo. Por lo menos mi soledad se vería acompañada por aquella cosita tan dulce. Finalmente terminé mis estudios y me di a conocer. Conseguí un trabajo, me compré un coche y empecé a salir de casa. Sus celos empezaron a ser más virulentos. Se celaba de todo ser viviente que se acercara a mí. Conseguí unirme a un grupo de amigas, vecinas del pueblo a las que conocía de siempre y, si alguna vez decidíamos salir, muy de año en año, me hostigaba metiéndome mano mientras subía la escalera, cosa que siempre he detestado, me dejaba preservativos sobre la mesa con una nota por si necesitaba usarlos y me decía que si no fuera porque tenía que salir ahí mismo me desnudaba y me poseía…

Luego nació mi pequeña. Vino cuando yo empezaba a ser una mujer con cierto éxito social, con un montón de gente alrededor, hombres y mujeres que me querían y me admiraban. Él no lo soportaba. Se le notaba tenso, la gente se daba cuenta de cómo miraba con resquemor a cualquiera que se me acercaba. Yo lo había sobrepasado con creces y sentía envidia, no quería ser el piojo pegado que vivía de mi patrimonio porque su sueldo de muchas horas fuera de casa seguía siendo una ridiculez que no daba ni para la comida. Se moría de celos con todo aquel que osara traspasar el círculo que él pensaba suyo y así comenzó a obsesionarse con que yo le era infiel, a leer mis correos, mis conversaciones de chat, mis mensajes de móvil y a obrar en consecuencia mandando correos desde cuentas anónimas inventadas para la ocasión para amenazar a mis supuestos amantes, divulgando mi vida privada a personas a las que yo ni conocía, contándole a mujeres que yo estaba liada con sus maridos, inventando historias dignas del peor psicópata, y yo, sola y sintiendo que la tierra se movía bajo mis pies pero sin saber exactamente lo que estaba pasando, más me refugiaba en pedir consejos por aquí y por allá. Hasta que un buen día un buen amigo recibió mensajes a su móvil y averiguó a través de un amigo suyo desde qué cabina telefónica se había realizado uno de ellos pero el otro me costó cribar todas las cabinas de la zona cercana a mi casa. Le pregunté si había sido él, le pedí que me ahorrara la angustia de la búsqueda y lo negó todo. Me dijo que ya me gustaría a mí que hubiera sido él para así tener algo que achacarle.

En esos días estábamos preparando las vacaciones y para castigarme, me dijo que él no iría, que fuera sola con las niñas. Finalmente cedió para darme a entender que sin él no era posible. El viaje fue muy tenso. Cuando regresábamos yo estaba tan segura de que aquello era el final, que, si no caía por su peso, yo tendría que tomar una decisión y ponerle el cascabel al gato. Al día siguiente de regresar llegaron a mis manos unos papeles en los que él, haciéndose pasar por otra persona con un perfil falso, se estaba comunicando por chat de Facebook con la mujer de mi amigo para tenderme una trampa y demostrarle que mi amigo y yo teníamos un affaire. Cuando llegó de trabajar y le pregunté si conocía aquel nombre que él mismo había inventado, se quedó blanco como el papel y no pudo negarlo, porque los datos que describía eran claros. No lo pensé dos veces, ni una siquiera. La vida no te vuelve a poner esa oportunidad de oro en tus manos. El corte fue limpio, limpio como mi conciencia en aquel momento. Si hay algo de lo que me arrepiento es de no haberlo hecho antes y también de no haber elegido correctamente el padre que mis hijas se merecen.

Hace una semana me lo encontré en el juzgado para reclamar nuevamente por vía penal la pensión de alimentos de mis hijas. Por unos segundos su mirada se encontró con la mía. Ya no era aquella mirada dulce, perdida en la lejanía, sino dura y siniestra que me hizo mirar al frente, al vacío. La nada siempre es preferible a tanta falsedad.

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