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El olvido

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Indra Kishinchand López

La primera vez que viajé sola tenía dieciocho años y una maleta repleta de mentiras. Entonces solo pensaba que rellenar un equipaje de 23 kilos con toda una vida era un imposible que jamás estaría a mi alcance. A día de hoy, sigo teniendo la misma sensación, porque nadie se va nunca del todo del que es su hogar; y porque yo, con más años y más desconcierto, entiendo al llegar a mi destino que el problema no son los kilos, sino el mar que se queda atrás por confiar en un futuro incierto.

De la primera vez que viajé en tren no recuerdo nada, pero mi primer recuerdo en tren es en Italia. Fui de Milán a Florencia con 12 años y repetía constantemente lo mucho que me gustaba viajar de ese modo. Ahora también, y sin embargo, le doy más importancia al con quién. Hoy, por ejemplo, me quedan tres horas de trayecto y tengo enfrente a un desconocido. A mi derecha, un campo interminable, una luz gris, y la sombra de un reencuentro.

Para mí volver siempre es eso: un acto de valentía encubierto, un miedo indescriptible que se desplaza como si los temores desaparecieran a trescientos kilómetros por hora. Regresar a un lugar en el que alguien fue feliz es como decirse a uno mismo que la existencia no se repite y, en consecuencia, tampoco la felicidad. Volver es como mirar una fotografía antigua y darse cuenta de que todos los de la imagen son una mezcla de almas irreconocibles y cuerpos corrompidos por el tiempo.

El retorno a una ciudad es igual de extraño que aquel que se hace con las personas. Cuando te hablan de ella disimulas y sonríes; preguntas qué tal le va como si te importara, como si no te molestara que ahora tú ya no seas casa. Finges que no existe nostalgia, que no echas de menos el tiempo, como si este estuviera después de todo lo que fuiste. Y a continuación vuelves para demostrar que sientes casi igual, que todo parece haberse quedado como estaba, pero de una manera distinta; que tu teoría de en qué se había convertido lo que conocías no era más que un abismo, un acantilado directo a la desilusión.

El problema del olvido es que no te pertenece. Que no eres consciente cuando el otro renuncia a tu existencia de manera absoluta, que desconoces su sensación cuando le hablan de ti, que ignoras la razón porque cogiste aquel vuelo para dejar una ciudad en la que todos los domingos ibas a correr frente al mar. El problema del olvido es que se te mete en las entrañas sin avisar y un día, de repente, te miras al espejo intentando dilucidar quién eres y tienes que renunciar a ti mismo porque has obviado a quienes habían formado parte de ti.

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