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El sacacorchos

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Román Delgado

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Un conocido de última hora (buena gente), casi para entretener a los que andábamos a su lado, contó ayer una historia onírica que él padeció tendido en la cama y que a nosotros, a mí y a un compañero de agonías parciales, nos pareció divertida. El narrador, el mismo que la sufrió durante el sueño, luego la disfrutó al mediodía, mientras la compartía con los demás, así que ni frío ni calor, sino que una cosa por la otra, como la equis que se pone en la quiniela y no te permite ganar, tampoco perder, aunque sí recuperar lo invertido.

Esto, como habrán podido imaginar, viene a cuento de que, tras la sinopsis del colega con todas sus horas aparentemente eternas de vivencias siniestras, a mí se me abrió el apetito y no tuve más remedio que recordar, rememorar o retroceder a aquella experiencia surrealista de hace unos años, a aquel tormento de noche y sobresalto que me produjo verme hundido, introducido hasta el fondo y solo, en la base de apoyo de un prisma alto como la madre que lo parió, sin escaleras que me empujaran a la salida desde su interior y con superficies lisas y resbaladizas, a modo de paredes graciosamente engrasadas en latas de aceite que se preparaban para la captura de lagartos y verdinos en muros de piedra.

En esa coyuntura inventada, me pareció, entonces tumbado en la cama y con los ojos cerrados, que aquello era lo más parecido a una cárcel: algo idéntico a una gran putada. Y así estuve días y días, segundos y segundos de zumbado, quizá meses; y cada vez más delgado, y flaco ya para el arrastre, sin fuerzas ni emociones, pero aún con una chispa en la mente que de algo me iba a servir para salir de tal entuerto. Y así fue, que uno en situaciones extremas es hasta listo y se crece.

Me acordé del sacacorchos que siempre llevo encima, en el bolsillo de mayor carga. Metí la mano en él y allí abajo, casi a la altura de la rodilla, lo conseguí agarrar. Como era mi única esperanza y además se parecía sobremanera a un taladro de los que usaba mi padre, el más grande de todos ellos, me tiré en el suelo y empecé a darle y darle hasta que primero abrí un agujerito que descubrí por la entrada de luz fría y blanca: helada.

Cada vez hacía más frío; cada vez más frío entraba por el hueco que crecía y crecía. Frío, y qué frío, ¡coño! Y ya era tanto el frío que estaba a punto de pararse la respiración. Y hasta pensé que ya... Toca el final. Pero no fue así, sino que ocurrió al revés: abrí los ojos y estaba aceleradísimo, con frío pero a salvo.

Luego, con el mismo sacacorchos, abrí una botella de buen vino, de ese que llaman como a mi tío Juan.

*Historia publicada en el libro de cuentos y otros textos llamado PolicromíaPolicromía

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