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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

The Guardian en español

Damasco, apenas un halo de normalidad en la ciudad que una vez fue pura alegría

La Heladería Damasco, donde hacen desde 1914 el "buza", el helado tradicional de Damasco.

Ruth Maclean

Damasco —

Camareros vestidos de los años 30, con finos bigotes y el pelo engominado, sirven tabulé en los platos de las mujeres que dan caladas a shishas en el espléndido restaurante Selena, en la ciudad vieja de Damasco. En ese momento, también se están celebrando dos bodas y un músico canturrea en árabe: “Te quiero pero eso no significa que me vaya a quedar contigo”. Una de las novias se levanta y se balancea, su vestido azul decorado con miles de cristales en forma de garras brillantes se engarza en su espalda desnuda.

Allí no hay señales de guerra, ni de que medio millón de personas haya muerto, ni de que la mitad de la población de Siria esté ahora desplazada.

Unos días antes de las celebraciones, a menos de dos kilómetros, murieron 74 personas en un doble atentado suicida. La mayoría de las víctimas eran peregrinos iraquíes que estaban visitando un santuario. Unos días después de estos ataques, rebeldes de los suburbios lograron penetrar a través de túneles en áreas controladas por el gobierno y se produjeron duros enfrentamientos.

Pero las tiendas de tiaras siguen abiertas, y el tintineo del agua en las fuentes de mármol de la ciudad solo se ahoga ocasionalmente por el sonido de los aviones sobrevolando el cielo. Los aviones avanzan hacia el este, al bastión rebelde de Ghouta o hacia Homs.

Después de seis años de guerra, la gente sigue con sus asuntos en Damasco, pero agacha la cabeza cada vez que la paz se rompe y la guerra les rodea. Las tiendas cierran pronto. Las enredaderas crecen en las puertas de los hammams o baños públicos. Un leve brillo de normalidad maquilla el peligro de lo que un día fue una ciudad amistosa y vibrante.

“La gente buena se ha ido”, explica un comerciante que pide no ser identificado. “Deberías haber estado aquí antes de la guerra. Era tan diferente. ”Lo que ha cambiado es la gente“, comenta. ”Intenté vivir en el extranjero, pero lo odiaba. Esta es mi patria pero aquí soy un ciudadano de segunda, todos los sirios lo somos. Los iraníes son ciudadanos de primera y los rusos son dioses“, apunta.

Rusia e Irán están ayudando al gobierno sirio a cambiar el rumbo de una guerra que comenzó como un levantamiento revolucionario pero que se ha convertido en una compleja batalla entre diferentes grupos que luchan por diferentes razones, respaldados por una docena de países distintos.

En el zoco de Takiyya Suleimaniagh hay una tienda llena de cajitas tradicionales de madera de nogal. Sus tapas contienen intrincados mosaicos de hueso e incrustaciones de madreperla. Una de las cajas destaca entre las demás. Su tapa contiene las banderas de Rusia y Siria entrecruzadas sobre un fondo blanco de madreperla. Enfrente, en la pared, hay un plato de recuerdo que muestra a Bashar al Asad estrechando la mano a un sonriente Vladimir Putin.

La gente no compra casi nada

Apenas hay compradores. En la puerta de al lado de la joyería, un cliente que acaba de conseguir un antiguo collar ensartado cuenta: “Esto no va bien y no se está poniendo mejor. Pero se trata simplemente de vivir, tratamos de sobrevivir”.

La corriente de visitantes que antes llegaban a Damasco se ha secado. Los dólares procedentes del turismo han desaparecido. Los muchachos que empujan grandes carros de metal por el zoco de la antigua ciudad siguen ahí, los sirios siguen caminando por sus callejones pero apenas compran un poco de té aquí y algunas almendras allá, solamente lo que necesitan.

La inflación generalizada ha hecho que la vida sea muy cara. Mohamed Dahabi, un óptico amable con un cinturón bien ajustado en medio de su vientre, cuenta que la gente queda sorprendida cuando ve que las gafas ahora son mucho más caras. “Tienes que explicarles que un huevo que antes solía costar 20 libras sirias ahora cuesta 60 y que con las gafas ha pasado lo mismo, el precio se ha triplicado”. Según cuenta, algunos de sus clientes han hecho mucho dinero con la guerra. “Te das cuenta si tratan o no de negociar el precio. Si te dicen 'oh es muy caro' y te preguntan que si se lo puedes rebajar es porque es su dinero. Si simplemente pagan por ello, es que no han tenido que trabajar duro por él”.

La mayoría lucha por salir adelante. “Los gastos ahora son increíbles”, cuenta una chica de 26 años llamada Nour Shamah que ahora trabaja en una peluquería para ayudar a su madre a pagar el alquiler. Está sentada sobre las alfombras de la mezquita de los Omeyas, que está llena de gente que va hasta allí para pensar y rezar. Abil al Ahmad, que tiene 20 años, se arrodilla junto a ella ataviada con una túnica gris que también tiene capucha. Nunca antes habían coincidido pero llegan a hablar de hombres.

“Quizá no encuentre nunca marido”, dice Shamah. “Todos se han ido. Todos los buenos”. “Ahora mismo el ambiente no ayuda a que haya historias de amor”,contesta Ahmad. “Sería una vida fría, no sería un matrimonio feliz porque el uno no podría satisfacer al otro. No en guerra”.

Muchos de los que viven en Damasco dicen que quieren que acabe la guerra, y que si el precio es que Asad siga en el poder, que así sea. Pero estas no son las voces de la gente que vive en los suburbios sitiados. Como periodista viajando por la Siria de Asad, necesitas permiso para ir a cualquier sitio, no puedes cruzar así como así a territorio rebelde. Hay unos límites que regulan con quién puedes hablar.

Todavía puedes conducir hasta la ciudad vieja, comprar el desayuno en una panadería familiar y dar un paseo por la Calle Recta donde, según la Biblia, San Pablo fue después de quedarse ciego. Pero su manakish de queso lo servirá un niño, ya que los hombres que solían meter las tortas en los hornos de piedra están muertos o en combate.

Hay hombres armados en cada esquina

Antes de llegar hasta allí, tendrás que atravesar decenas de puestos de control, atendidos por soldados que piden saber qué haces allí. Hombres armados te dejarán pasar a través de Bab Toyma, una de las siete puertas de la antigua ciudad amurallada, ahora cubierta de carteles de soldados sirios muertos, mientras que hombres misteriosos con auriculares vigilan desde el exterior.

Ahora hay hombres armados (uniformados o no) por todos los sitios. Se trata de otra de las caras de la vida de Damasco que hay que aceptar. Algunos son soldados, otros son miembros de las Fuerzas de Defensa Nacional, una milicia progubernamental a cuyas secciones locales se unen los vecinos.

Dos días después del doble atentado suicida, miembros de las Fuerzas de Defensa Nacional están de guardia en la calle a cuyo pavimento le falta un trozo desde el día de las explosiones. Los autobuses que habían estado a punto de acercar a los peregrinos a la mezquita de Sayeda Zeinab, el templo chií más sagrado de Siria, están grises y tienen agujeros por la metralla, pero están arreglando sus neumáticos para poder quitarlos de ahí. Un par de deportivas nuevas (que pertenecieron a uno de los peregrinos) todavía está debajo del asiento, rodeadas de cristales rotos.

“Los iraquíes son muy valientes”, cuenta uno de los conductores de autobús que trasportaba a peregrinos muertos. “Ellos creen que si estás destinado a morir, estás destinado a morir, por lo que no hay diferencia si vas a Siria o no”.

Abundan las teorías de la conspiración sobre quién fue el responsable. “¿Quién crees que fue?”, pregunta un sirio en voz baja inclinando la cabeza. “¿Tal vez Irán? Puede ser. No lo sé”.

Abu Haatem, de 80 años e integrante de las Fuerzas de Defensa, tenía un hijo que murió en la segunda explosión. Un día después de su funeral, se puso su uniforme. “Todavía tengo fuerza. Estoy defendiendo mi país. Estoy preparado para luchar, todos lo estamos. Cuando matan a uno de nosotros, ellos se convierten en asesinos, pero si nosotros matamos a uno de ellos, estamos defendiendo nuestro país”.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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