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The Guardian en español

“¿Para cuándo la plaga de langostas?”: incendios, lluvia de ceniza y tormentas de polvo en la Australia apocalíptica

Numerella, Australia: George Burchell nada en el riachuelo Yarrangobilly en las montañas nevadas el primer día en que la autopista de las montañas nevadas se reabre tras un incendio forestal en Nueva Gales del Sur, el 13 de enero de 2019.

Kate Lyons

Sídney (Australia) —

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En Australia, hablar del clima este verano lleva inevitablemente a hablar del apocalipsis. “¿Cuánto falta para la plaga de langostas?”, bromea un residente de Sídney al enterarse de que su ciudad recibirá otra tormenta de granizo gigante justo un día después de que el humo tóxico dejara a la gente encerrada en casa, sin poder refrescarse en la playa pese a los 40 grados de temperatura.

Un camarero sirviendo cafés se fija en las manchas que la lluvia de ceniza deja como pecas en la piel de los clientes fuera del establecimiento. La lluvia de ceniza, un fenómeno tan común que resulta extraño pensar que necesita explicación, es lo que se genera cuando las precipitaciones incorporan el humo, la suciedad y los escombros carbonizados que flotan sobre ciudades y pueblos debido a los gigantescos incendios forestales. Los expertos advierten de que podría tener un impacto devastador sobre el suministro de agua.

El camarero sirve los cafés recurriendo al humor negro: “¿Y ahora qué? ¿Lluvia con SARS [síndrome respiratorio agudo grave, generado por un tipo de coronavirus]?”. Son las preguntas desesperadas de este terrible verano australiano al que aún le queda mucho para terminar: ¿qué será lo próximo? ¿Ahora qué vendrá? ¿Qué más tendremos que aguantar?

Lo más evidente y devastador ha sido la tragedia de los incendios forestales. El pasado jueves murieron otras tres personas debido al fuego. Eran tres bomberos estadounidenses que se estrellaron con su avión cisterna. Desde que comenzó el fuego en octubre, han fallecido como mínimo 32 personas y mil millones de animales. En los estados del sudeste australiano se han perdido prácticamente ocho millones de hectáreas, una superficie ligeramente inferior a la de Andalucía.

Pero luego ha venido todo lo demás, con Australia oscilando de forma desesperante de unas condiciones meteorológicas extremas a otro. El pasado miércoles, Melbourne sufría inundaciones repentinas mientras a escasos 200 kilómetros de allí los brutales incendios arrasaban comunidades remotas.

Al día siguiente llegó la lluvia a Sídney. La primera cantidad de agua importante que veía la ciudad y las calcinadas inmediaciones en lo que iba de verano. No alcanzó para apagar los incendios, pero fue un alivio para la población y los niños que chapoteaban en los charcos. También para los bomberos, que aprovecharon el aguacero para controlar la propagación del fuego.

De las inundaciones al polvo y el granizo

Aunque parezca un sacrilegio decirlo, luego están los inconvenientes de la lluvia. El lodo y la ceniza de los incendios forestales fueron arrastrados hasta ríos y canales matando a cientos de miles de peces autóctonos. Despojada de matorrales y maleza por el fuego, la tierra no pudo impedir que se formaran inundaciones repentinas debido a la lluvia. En un parque de animales al norte de Sídney, las inundaciones elevaron el agua en el espacio de cocodrilos hasta un nivel en que los cuidadores se vieron obligados a enfrentarlos con escobas para que salieran de las orillas y volvieran al agua.

Y justo cuando la gente se recuperaba del azote de la lluvia, vino lo siguiente: una potente tormenta de polvo que atacó por el horizonte plano y marrón del oeste de Nueva Gales del Sur, un territorio afectado por la sequía. Ese mismo día llegó el granizo a Melbourne. Trozos de hielo enormes, del tamaño de pelotas de golf, golpeando la tierra.

Un día después la tormenta de granizo llegó a Canberra destrozando árboles, rompiendo parabrisas y, trágicamente, matando a cientos de murciélagos en un nuevo episodio de pérdida de biodiversidad. Al oeste de Sídney, donde en esta temporada de incendios las Montañas Azules han perdido el 80% de un bosque patrimonio mundial, dos personas fueron hospitalizadas tras ser alcanzadas por rayos durante la tormenta.

La gente de Melbourne se despertó el pasado jueves con el Yarra, el río que serpentea por el centro de la ciudad, de color marrón. La lluvia, marrón debido a las tormentas de polvo, había caído por toda la ciudad y convertido en lodo piscinas y bebederos de los pájaros.

A finales de la semana pasada, los incendios continuaban causando estragos en el este del país. La gente aún se asfixia con el aire sofocante y cargado de partículas y parece probable que, a partir de esta semana, la ola de calor del oeste se extienda a la costa oriental, lo que hace temer por un empeoramiento de las condiciones.

El inimaginable y devastador verano sigue y el final aún no está a la vista. La población australiana se está haciendo grandes preguntas, como si será posible o no recuperar un día las arrasadas tierras y la asolada vida silvestre; o si la crisis terminará empujando al Gobierno a tomar medidas por la crisis climática. También se preguntan por cosas cotidianas, como qué tiempo hará hoy; en qué niveles está la calidad del aire; o qué incendios hay cerca según una aplicación de teléfono. Nuestras preguntas son las mismas: ¿qué será lo próximo? ¿Ahora qué? ¿Qué más?

Traducido por Francisco de Zárate

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