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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

The Guardian en español

La conversación en la que Bush hacía la pelota a Blair mientras decidían invadir Irak

Tony Blair y George Bush, en la reunión de las Azores que desembocó en la invasión de Irak de 2003.

Sarah Helm

A principios de marzo de 2003, poco antes de la guerra de Irak, oí de forma distorsionada una conversación telefónica transatlántica en la que George Bush hablaba con Tony Blair. El presidente de Estados Unidos le dijo al primer ministro que estaba listo para “dar una paliza”. Blair se rió de forma nerviosa y habló de su “epitafio”. Bush instó a su socio junior a tener cojones (palabra utilizada en español en la versión original de este artículo).

Escribí una parte de esa conversación en una obra de teatro llamada Loyalty. En ese momento mi pareja y ahora marido, Jonathan Powell, era jefe de gabinete del primer ministro. La obra, que se representó en Londres en 2011, trataba en parte de cómo se habían comportado los principales actores unos con otros y lo que les oí decir. Algunos insinuaron que era desleal haber revelado esas cosas.

Pero John Chilcot, presidente de la investigación sobre Irak, cuyo informe se publicará esta semana, no pensó eso. Chilcot fue a ver la obra con su equipo y tomó notas. Quizá, como yo, pensó que el carácter, el diálogo, las expresiones y todos los elementos del comportamiento humano que interesan a un dramaturgo también son fundamentales para que el presidente de una investigación los tenga en cuenta a la hora de elaborar un informe sobre cómo los líderes toman decisiones catastróficas.

Viviendo con el hombre que vivió con el primer ministro, pude conocer el carácter de Blair, principalmente por ósmosis. Los teléfonos nunca paraban, así que yo estaba siempre oyendo de pasada las respuestas a las preguntas que le hacía el primer ministro, conociendo qué le preocupaba, qué le importaba a cualquier hora del día y de la noche, en quién confiaba, qué cortesano era afín y cuál no y por qué.

A medida que se acercaba la guerra, nuevos personajes entraron en escena. Es el caso del director del MI6 (el servicio de inteligencia británico), Richard Dearlove, interpretado de forma excelente en mi obra por Michael Simkins como un hombre abusón, que se deleitaba en sus conversaciones privadas con Blair, una oportunidad de decirle al primer ministro lo que quería escuchar: los secretos de las armas de destrucción masiva, “las joyas de la corona”.

La obra no habría estado completa, sin embargo, sin el personaje de George Bush y su relación especial con Blair, y esa conversación de la paliza que oí de pasada. Eran más o menos las diez de la noche en Londres. Los niños estaban en el baño. Teníamos a los albañiles abajo, así que Jonathan tuvo que montar su anticuado teléfono de seguridad, el Brent, de rodillas en la planta de los dormitorios. Era imposible no oírlo. En cualquier caso, yo quería apoyar a Blair. Estaba a punto de intentar convencer a Bush para hacer lo decente: esperar a una segunda resolución de la ONU.

En aquel momento ya no había duda de que Bush iba a entrar en guerra. Todos los opositores, incluida yo, estábamos desesperados. Pero si Blair podía persuadir a Bush de retrasar la invasión hasta que la ONU aprobara una segunda resolución, aún se podía salvar algo: al menos la guerra empezaría sobre una base sólida de apoyo mundial y con más tiempo para planificarla. Para Blair, una segunda resolución también tenía una importancia crucial si quería lograr el apoyo del Parlamento británico en una votación de la semana siguiente.

Esto es lo que anoté y lo que se convirtió en uno de los guiones de la obra, The Brent Jumps:

Una voz militar estadounidense: Señor primer ministro. Aquí tiene al presidente de Estados Unidos.

Pausa larga. Pasa un tiempo. Bush parece estar muy lejos. Blair, muy cerca. Casi en la habitación.

George Bush: Hola, hola.

Blair: Hola, ¿qué tal?

Bush: Bien, bien. Pero, más importante: ¿cómo estás tú? Estás siendo muy valiente. Muy, muy valiente. Tu lenguaje corporal... De verdad. Te he visto en la televisión. Magnífico. El verdadero liderazgo será recordado, créeme.

Blair: Sí, bueno... A veces es difícil. Créeme. Pero tú también lo estás haciendo bastante bien.

Bush: ¿Yo? Yo estoy listo para dar una paliza.

Blair se ríe nervioso.

Tras más admiración mutua –especialmente de sus “lenguajes corporales”–, Blair trata de hacer su jugada, sacando el tema de los franceses. Dice que el presidente de Francia, Jacques Chirac, está dando problemas, oponiéndose a la segunda resolución.

Bush: Sí, ¿pero alguna vez han hecho los franceses algo por alguien? ¿Qué guerras han ganado desde la Revolución francesa?

Blair: Sí, cierto. Cierto.

Más chistes malos sobre los franceses. Después, el primer ministro vuelve a intentarlo.

Blair: Bueno, y... ¿ahora qué hacemos?

Bush: Me gustaría hacer la segunda resolución el viernes. Tenemos que movernos para cerrarlo... Tenemos que negociar con Chile, con los mexicanos... Cerrarlo.

Pausa. Respiraciones.

Blair: Sí. Bueno... ehm... Déjame explicar cómo lo vemos nosotros... Quiero llevarme a los europeos conmigo, así que el viernes podría ser un poco pronto...

Silencio largo. Conversaciones de fondo en el Despacho Oval. Un instante después, oigo a Bush coger de nuevo el teléfono y cambiar de tema de repente, hablar de Vladimir Putin. Ambos se burlan de Hans Blix, el inspector de armas de la ONU que no había encontrado ninguna prueba de armas de destrucción masiva. Bush llama a Blix “ese mindundi” y luego habla de nuevos datos de inteligencia sobre armas de destrucción masiva que Saddam está a punto de “descargar”.

Bush: ¿Y sabes qué? Podríamos poner un micrófono y asegurarnos de que Chirac oye todo esto. Que le enseñes... Y cuando ese hijo de puta arremeta contra Europa, dirán: “¿Dónde estaban George y Tony?”.

Risas. En el dormitorio estamos los dos deseando en silencio que Blair vuelva a intentarlo. Toma una nueva dirección.

Blair: Tenemos que hacer que la gente entienda que no vamos a la guerra porque queremos, sino porque no hay alternativa.

Bush: Sí. Tengo un gran discurso mañana así que introduciré algunas palabras sobre eso... Pero tengo que hacer algo con mi lenguaje corporal. El tuyo es genial, ¿cómo lo haces?

Blair: Sí.

Ya es evidente que el intento de Blair de hablar con Bush sobre los tiempos de la nueva resolución, y por lo tanto de la guerra, ha fracasado. Lo sabe. Pero antes de colgar, Bush siente la necesidad, una vez más, de elogiar a Blair.

Bush: Pero tú sabes, Tony, que el pueblo americano nunca olvidará lo que estás haciendo. Y la gente me dice: '¿De verdad está el primer ministro Blair contigo del todo? ¿Tienes fe en él?' Y yo digo que sí, porque reconozco el liderazgo cuando lo veo. Y la verdadera valentía. No nos decepcionará.

En este punto, Blair vuelve a reírse, parece no estar seguro de cómo responder.

Blair: Bueno, podría ser mi epitafio.

Bush [entre risas]: ¿Algo como... “DEP. Aquí yace un hombre valiente”, quieres decir?

Blair [nervioso]: Sí, eso.

Blair entonces hace una última súplica a Bush, esta vez para unas “palabras” sobre la paz entre Israel y Palestina, que siempre esperó que fuese una contrapartida de la guerra, pero Bush ahora tiene prisa por irse. Con esa imagen del epitafio de Blair aún en el aire, la llamada se acerca a su final.

Bush: Tengo que salir hacia Texas. Pero aguanta ahí. Y cojones.

En el silencio después de que se cortara la comunicación me imaginé a Blair, sentado en su despacho, posiblemente solo, contemplando su propio epitafio. No sabemos si fue solo que ahora esperaba perder la votación parlamentaria puesto que no logró ningún compromiso de una segunda resolución de la ONU o si bien fue que en ese momento, a las once de la noche, en conversación con un hombre que solo quería hablar de “lenguaje corporal”, previó el desastre de la guerra en la que estaba entrando.

Pero no tengo duda de que algunos elementos de este diálogo –junto a muchas otras conversaciones que no oí– proporcionan ideas esenciales sobre el carácter y por qué Blair llevó este país a la guerra iraquí de Bush.

Me opuse desde el principio por las mismas razones que muchos otros tenían en Reino Unido, pero también tenía las mías propias, había experimentado cosas muy de cerca. Por un lado, noté con mucha intensidad la asombrosa confianza en sí mismo de Blair mientras se estaban sentando las bases de esta historia. Esa confianza se veía de forma evidente en la manera en que él y su equipo desecharon despiadadamente a todas las voces opositoras, incluso la voz del “mindundi” Blix. El exceso de confianza llevó a Blair a creer que podía influenciar a Bush para esperar a conseguir el apoyo de la ONU y ganar la consiguiente “paz”.

La conversación sobre la “paliza” ofrece, creo, algunas pruebas de esta confianza, pero también de que en el último minuto Blair quizá empezó a darse cuenta de a dónde se estaba dirigiendo: a su muerte política.

Me parece importante que Chilcot trate la cuestión del carácter en su informe. Quizá lo hará. Después de la obra, se acercó a mí en el bar del Teatro Hampstead e incluso me pregunto si había estudiado taquigrafía. Lo más probable, sin embargo, es que Chilcot se ciña a la burocracia saneada de actas y archivos en los que la cuestión del carácter siempre se omite por completo.

Si Chilcot se refiriese a la conversación de la paliza, al menos tendría algunas pruebas para concluir que Blair siguió a Bush porque, a pesar de las premoniciones del desastre, carecía de los “cojones” para decir que no.

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo y Cristina Armunia Berges

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