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The Guardian en español

Una campaña marcada por la intolerancia hace que sea aceptable ser racista en Reino Unido

Peatones caminando por Oxford Street

Aditya Chakrabortty

Sobre el tipo de caos al que se enfrenta ahora Reino Unido, la historia es clara: algunas personas resultan más perjudicadas que otras. Ya se está viendo de forma clara y preocupante qué grupos serán los que sufran más en esta ocasión. Se puede echar un vistazo a las denuncias por delitos de odio que se han multiplicado en estos últimos días.

En Huntingdon, niños de colegios de origen polaco recibieron tarjetas en las que les llamaban “sabandijas” que debían “salir de la Unión Europea”. Las tarjetas tenían traducción al polaco, suficientemente cuidadosa. Desde Barnsley, un periodista de televisión apuntó que, en cinco minutos, tres personas diferentes gritaron: “Mándalos a casa”. En Facebook, un amigo en el este de Londres cuenta cómo, mientras intentaba dormir en una noche calurosa, escuchó a un hombre gritando fuera de su ventana: “Nos han devuelto nuestro país, lo siguiente que haré será volar esa jodida mezquita”.

Nada de esto es casual. Esto es lo que pasa cuando los ministros, los líderes de los partidos y los aspirantes a primer ministro esparcen argumentos con veneno racista. Cuando la intolerancia no solo se tolera, sino que se consiente y se fomenta. En los últimos meses hasta la votación de la semana pasada, los políticos vertieron una versión británica de 'Donaldtrumpismo' en una frágil taza de té. Contaron 350 millones de pequeñas mentiras. Fabricaron promesas rotundas que, según el propio Iain Duncan Smith ahora admite, eran solo “posibilidades”. Y la brigada del Brexit flirteó una y otra vez con el racismo.

Michael Gove y Boris Johnson vendieron su ficción sobre la posibilidad de que Turquía se integre en la UE. No hace falta ser muy listo para entender que con eso se referían a la entrada de 80 millones de musulmanes en la cristiandad. Renunciando a cualquier tipo de sutileza, Nigel Farage dijo que permitir la entrada de refugiados sirios en Reino Unido ponía a las mujeres británicas en riesgo de sufrir asaltos sexuales. Con el fin de promover sus campañas y sus carreras políticas, esos políticos profesionales añadieron la intolerancia a su arsenal de armas políticas.

Para ser claros, no estoy diciendo que los 17 millones de británicos que votaron a favor del Leave sean racistas, y sí que hay preocupación real sobre la presión migratoria. Más allá de todo esto, está claro que la votación del pasado jueves abordó otros problemas además de la migración a Europa: élites extractivas en política, negocios y finanzas; una economía llena de desigualdades; un Estado que atiborra a Londres mientras que mata de hambre al resto de la nación.

Pero durante los meses pasados, los hombres que ahora moldean el futuro de Reino Unido fuera de la Unión Europea efectivamente tiraron por la borda la decencia pública y decidieron que estaba bien ser racista. En el proceso, tal y como dijo el director del instituto de investigación Compas de la Universidad de Oxford, “lo impronunciable no solo se convirtió en nombrable, sino en común”.

Vi todo esto en la campaña, mientras visitaba el sur de Gales. Con el paso de los años, he estado en muchos sitios en los que han perdido sus industrias y sus economías, incluido el lugar en el que nací. En esta ocasión, noté un cambio entre mis entrevistados. Antes, en Derby, Gateshead o Barking, un parado o una joven madre tardaba al menos 20 minutos en sacar el tema de los inmigrantes, quizá porque tenían en cuenta que estaban hablando con un hombre asiático de un periódico progresista. Esta vez, no hubo titubeos. En una región que tiene relativamente pocos migrantes, la inmigración fue lo primero que mencionaron. Y el lenguaje que usaron iba recubierto de la diferenciación entre ellos y nosotros, y de todos los detalles que yo había asumido estúpidamente que habían quedado relegados a las actuaciones de Jim Davidson.

“No soy racista. No quiero ofenderte”, no paraba de decirme una trabajadora de una cafetería, que evidentemente no se preocupó de si lo hizo. Lo intenté de nuevo en Dorset el fin de semana anterior a la votación, con una pareja que llevaba carteles de 'Vote Leave'. La mujer detalló las dificultades que tiene su hija para conseguir casa en Londres, los toqueteos en el transporte público y cómo una cocina terminó ardiendo en el piso de debajo donde vivían cinco hombres de Europa del Este. Se estremeció de ira: “Solo quiero que me devuelvan mi país”.

Quizá estas personas siempre han albergado estos resentimientos, pero ahora sienten que pueden expresarlos públicamente sin tener cuidado de quién les pueda oír. Quizá lo que Claire Alexander de la Universidad de Manchester llama la “alegre intolerancia” de Farage y su calaña ha ayudado a encauzar su ira.

Por mi parte, me centré en la creciente tolerancia que había caracterizado a Reino Unido durante los años 90 y los 2000, y pasé por alto algunos de los embarazosos ejemplos de prejuicios residuales hacia los musulmanes y personas llegadas de Europa del Este. También obvié las portadas de los tabloides o la bilis derramada debajo de las frases de mis propios artículos y de otros. Pero quizá pueden perdonarme por querer sentirme en casa en el país en el que he nacido.

Las actitudes cambian y se hacen más duras, siempre se pueden ofrecer nuevas cabezas de turco a la sociedad. Reino Unido ha estado atravesando seis años de austeridad y rencor, en los que a las personas con discapacidad se les han recortado sus prestaciones y han sido etiquetados por los ministros como gandules. El resultado ha sido un incremento de crímenes de odio contra las personas con discapacidad.

Y en relación a los europeos del este y los musulmanes, mientras investigaba para este artículo, un profesor me dijo sin darle importancia: “Ahora tengo miedo de decirle a un taxista que soy polaco”. En Tell Mama, la organización que investiga crímenes de odio contra musulmanes, el director Fiyaz Mughal contó cómo los “comentarios” procedentes de pequeños grupos violentos de extrema derecha no habían dejado de aumentar durante la campaña. Cuando Boris Johnson habló sobre Turquía, hicieron circular imágenes de una iglesia con un minarete añadido con photoshop en la cúspide. Cuando Farage habló sobre los asaltos sexuales por parte de sirios, ellos empezaron a hablar de “refugiados-violadores” (“rape-fugees”). Estos comentarios de extrema derecha alcanzaron su punto álgido la semana en la que Jo Cox fue asesinada.

En cualquier caso, los racistas y la extrema derecha tienen ante sí un periodo fértil. Reino Unido acaba de votar a favor de un gran retroceso. Ninguna gran empresa querrá hacer grandes inversiones en un país marcado por la incertidumbre, donde la libra esterlina está en camino de convertirse en una moneda de segundo nivel. Y Reino Unido, como dijo una vez el gobernador del Banco de Inglaterra, depende de “la bondad de los forasteros” –de los extranjeros que financian nuestro déficit de cuenta corriente. Todo bien hasta que un día los extranjeros sean un poco menos indulgentes.

Una vez que resulta evidente que Gove y Johnson no van a conseguir el acuerdo con el que fantaseaban, millones de británicos se sentirán estafados y con razón. Y en antiguos bastiones del Partido Laborista en todo el norte y en Gales, la oposición real pasará a ser la de Farage y su pandilla de desechos de Westminster, obsesos y racistas extremos.

Después de haber creado este gran desastre, los políticos británicos se esforzarán por buscar gente a la que echar parte de culpa. Por mucho que espere lo contrario, sospecho que estos últimos días son los precursores de este aumento de maldad. Los políticos favorables al Brexit, como dice Mughal, “abrieron una caja de Pandora” de resentimiento y sospecha. Los antiguos alumnos del internado de élite Eton o los defensores del UKIP ataviados con sus chaquetas a rayas no serán los que se enfrenten a las consecuencias. Iran contra un anciano que vuelve a casa después de los rezos del viernes o una madre rumana pillada en un autobús hablando en su lengua materna.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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