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The Guardian en español

Sí, los medios van a por Trump... Porque no para de mentir

Lucia Graves

Mientras los resultados de Donald Trump en las encuestas han caído en las últimas semanas, cargar contra los “repugnantes y corruptos” medios de comunicación se ha convertido en el eje central de su campaña. “No estoy compitiendo contra la sucia Hillary, estoy compitiendo contra la sucia prensa”, dijo este fin de semana en un mitin en Fairfield (Connecticut).

Su campaña es en realidad un espacio en el que la objetividad periodística se encuentra con sus límites, pero no porque estemos yendo a por él de forma deliberada. Simplemente, no hay ninguna justicia en limitarse a presentar ambos lados de una historia cuando uno de ellos es continuamente basura, por decirlo suave, o un incendio de vertedero, en el lenguaje de esta campaña. Trump cambia de opinión como de chaqueta y suelta una mentira cada cinco minutos, según la mejor cuenta que hace la revista Politico.

Cada medio ha gestionado el singular reto de informar sobre Trump de una forma distinta, pero en general todas implican trabajar duro. La CNN y la MSNBC se han puesto a incluir aclaraciones entre paréntesis en sus rótulos para corregir las afirmaciones erróneas en tiempo real. The New York Times ha empezado a incluir perspectiva histórica incluso en las noticias más simples para mostrar los incumplimientos de reglas políticas de toda la vida.

Los fact-checkers (periodistas que se dedican a comprobar si es cierto lo que dicen los políticos) en particular están haciendo muchas horas extras. La agencia Associated Press (AP) y la mayoría de las grandes cadenas de televisión han empezado a hacer comprobaciones de datos en casi todos los discursos que da el candidato, algo que no han hecho en elecciones anteriores. AP recurrió nada menos que a 12 redactores para verificar un solo discurso que dio este verano, que consideraron “lleno de distorsiones”.

Trump también ha dado trabajo a Politifact. Hasta finales de junio, el 95% de los 158 fact-checks que la web había hecho a Trump habían dado como resultado “falso” o “pants on fire” (la peor nota que asigna la web, para grandes mentiras). Solo el 16% de las 120 afirmaciones de Hillary Clinton que habían valorado tenían esas calificaciones.

Incluso el normalmente serio Glenn Kessler, el fact-checker de The Washington Post, está desesperado. Sobre un comentario reciente de Trump, dijo que estaba “entre las afirmaciones más estúpidas que se han hecho hasta el momento en esta campaña”.

Una observación como la de Kessler no es una prueba de sesgo, sino un ejemplo de decir las cosas como son. Lo que es de verdad sesgado es informar con un mecánico “ha dicho”. Permitir que se informe así es permitir una inclinación a favor de Trump, porque muchas de las cosas que dice no son ciertas.

Por supuesto, esto no ha impedido que Trump mienta sobre los periodistas. “Lo habéis visto: los medios liberales no pueden parar de decir mentiras atroces sobre mí”, escribió hace poco en un email para recaudar fondos.

La otra cara de la moneda en las continuas arremetidas del candidato contra los medios es que también lee lo que dice la prensa de él de forma obsesiva, y que llama a su jefe de campaña “varias veces al día” para hablar sobre artículos concretos, según The New York Times. La adulación de cualquier cosa que él considere un tratamiento halagador tampoco parece tener precedentes, como todo lo demás en su campaña.

Como dijo en un mitin en Radford hace unos meses, “en torno al 80%” de los periodistas son peores que la gente “despreciable” con la que trabaja en política. La prensa política, añadió, es “la peor de todas”.

Al señalar que aún hay unos cuantos periodistas no despreciables, deja espacio para aquellos que dicen lo que él quiere que se diga. No confíes en la prensa, solo en los miembros de la prensa que escriben cosas buenas sobre mí, parece decir.

Lo que es información menos clara es lo que Trump percibe como halagador. Pongamos por ejemplo la historia de Tony Schwartz. En 1985, el entonces periodista de la revista New York, según recuerda él mismo, describió a Trump como “un mafioso torpe que intentó sin éxito desahuciar a inquilinos en régimen de alquiler controlado de un edificio que había comprado”. Para su sorpresa, a Trump, que entonces intentaba pulir su imagen de tipo duro, le emocionó tanto el artículo que lo colgó en su pared. Le encantaba especialmente que “parecía que todo el mundo lo había leído”, como le dijo después con entusiasmo a Schwartz en una nota grabada en oro. Poco después, persuadió a Schwartz para que dejara el periodismo y escribiera en su nombre el libro mitificador The Art of the Deal.

Schwartz relata todo esto en un artículo en la revista New Yorker, en el que explica cómo se arrepiente de su papel en la creación de la leyenda de Trump como hombre de negocios hábil y encantador. Afirma abiertamente que nunca se perdonaría a sí mismo si Trump fuera elegido presidente. “Creo sinceramente que, si Trump gana y le dan los códigos que podrían activar un ataque nuclear, hay una posibilidad enorme de que lleve al final de la civilización”, vaticina.

Para los periodistas, esa historia es más que una buena lectura, es una advertencia: en el momento en el que tragamos con las ideas de Trump sobre lo que es un tratamiento sesgado y lo que no, tragamos con la lógica de un maestro propagandista. Los votantes deberían entender eso también.

Tener mala opinión sobre la idoneidad de Trump para el cargo más alto, escribir de forma crítica sobre él independientemente de cuántos medios bloquee en represalias, no es un signo de sesgo, sino una medalla. Y los periodistas presumen con contundencia de ello.

Trump tiene razón al decir que los medios no tienen una buena opinión sobre sus aptitudes políticas, pero no al decir que eso nos convierte en corruptos. Nuestra mala opinión está justificada y se apoya en gran cantidad de hechos, evidencia histórica y moralidad. Significa que estamos haciendo nuestro trabajo, que no escribimos para él.

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo

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