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The Guardian en español

Las minorías también forman parte de la clase trabajadora

Imagen de archivo de una mujer caminando frente a una pintada de dos corazones con los colores del arcoíris

Owen Jones

Ya veo hacia dónde va todo esto. Trump ganó las elecciones estadounidenses y la derecha populista está en pleno funcionamiento. Según cuenta la historia, la gente que defendió los derechos de las minorías y de las mujeres se excedieron. “La izquierda ha ido demasiado lejos”, declara un columnista del Wall Street Journal. “Políticas de identidad, censura y políticas basadas en las necesidades de exóticas minorías sexuales. Y llega la reacción”.

Exóticas minorías sexuales: supongo que hombres gays con tres cabezas, lesbianas con piernas de llama y personas trans que pueden pulverizar a los seguidores de Trump con rayos láser. Pero el mensaje es claro. Las minorías que para muchos son peculiares, depravadas, pervertidas y/o peligrosas han gritado demasiado alto por sus derechos. Las mujeres (quizá sucias mujeres) han sido demasiado incisivas. Han generado un torbellino y ahora deben asumir las consecuencias.

La élite solía ir a por los que, en cualquier sociedad, tenían riqueza, poder y privilegios. Por ejemplo, antiguos corredores de bolsa con educación privada o plutócratas multimillonarios que pasan el rato en ascensores dorados. Aparentemente, ahora se dedican a señalar a aquellos que defienden los derechos de las minorías y de las mujeres. El populismo de derechas de nuestros días está a gusto hablando sobre la clases pero solo para definir a una patriótica clase trabajadora contra un grupo de burgueses desarraigados, metropolitanos y odiosos bienhechores que desprecian sus valores y estilo de vida.

“Si eres un ciudadano del mundo, eres un ciudadano de ningún sitio”, dice Theresa May, burlándose de una élite desdeñosa que mira a la clase trabajadora y “encuentra su patriotismo desagradable, y sus preocupaciones sobre la inmigración muy provincianas”.

Según la columnista Melanie Phillips, el Brexit y el trumpismo representan una “contrarrevolución popular: un intento de hacer que la política vuelva al verdadero centro de gravedad cultural”. Su tesis es que los verdaderos fanáticos no son los nacionalistas blancos a punto de hacerse con el poder en Washington sino el “racismo anti-blancos de Black Lives Matter” y de otros “liberales”. Aquellos que han osado oponerse al veto de musulmanes dentro de Estados Unidos son quienes han conducido al pueblo americano a los brazos de Trump, sostiene.

El tormento de la clase trabajadora no son las instituciones financieras que han llevado a sus países a una situación económica calamitosa. Tampoco son aquellos que no pagan los suficiente a sus trabajadores, o lo que defraudan a hacienda (justo como Trump). No: son los defensores de las minorías y las mujeres los que supuestamente obstaculizan a la clase trabajadora. Al parecer, la clase trabajadora se compone solamente de hombres blancos heterosexuales. Ni rastro de mujeres que luchan por sus derechos, nada de etnias minoritarias, ni inmigrantes, ni personas LGTB.

La vieja izquierda, dominada en el pasado (y todavía hoy) por hombres blancos heterosexuales, ha reflejado durante mucho tiempo este sentimiento. La lucha de clases va primero. Después de la revolución, resolveremos todo lo demás. Fue un enfoque contra el que las mujeres y las minorías se rebelaron. La clase obrera era completamente diversa, argumentaron, y la opresión por clase no era la única injusticia que muchos sufrían.

La opresión no solo venía de las altas esferas sino también de sus propias comunidades o lugares de trabajo. Las mujeres eran explotadas por sus jefes y por sus mismos compañeros. También fueron toqueteadas por algunos hombres (justo como Trump) o incluso algo peor. También cobraban menos o eran relegadas a hacer trabajos domésticos no pagados y a encargarse de la mayor parte del cuidado infantil.

Los trabajadores negros también tenían pésimas condiciones de trabajo pero también fueron tratados como ciudadanos de segunda por la ley. Acosados por la policía, sometidos a abusos en las calles y discriminados en sus puestos de trabajo, transformándoles en carne de desempleo.

Los trabajadores LGTB, al igual que sus colegas heterosexuales, pueden ser contratados y despedidos por puro antojo, pero también estaban expuestos a intolerancia durante toda su vida. A menudo sufrían angustia mental porque en muchos casos la sociedad les rechazaba y les odiaba. No se veían capaces de coger de la mano a sus amantes por la calle sin ser objeto de abusos y violencia. Y ni siquiera tenían los mismos derechos legales que el resto de parejas.

Surgieron entonces movimientos para subsanar estas injusticias. Estos movimientos, a lo largo de la historia, siempre han sido acusados por ser demasiado agresivos, enrabietados y nada conciliadores. “La rabia no funciona como oposición política”, dice el analista Kurt Eichenwald desafiando, bueno, a toda la historia. “Alta moral, compromiso pacífico, realizar preguntas respetuosas a los oponentes. Eso sí que funciona”. Si las educadas campañas por carta y las charlas con café con los legisladores consiguieran cambios sociales radicales, aún estaríamos viviendo como siervos y señores.

El problema es que los derechos para las mujeres y las minorías significa irremediablemente la pérdida de privilegios para los otros, que a su vez están desesperados por que eso no suceda. Los movimientos encuentran resistencia. Están obligados a molestar, a hacer que la gente les escuche aunque prefieran ignorarles. Y, francamente, si alguna vez en tu vida te han dañado por odio o por discriminación, quizá sientas una rabia justificada y quieras expresarla. La mayoría de la gente no protesta porque sí. Están hartos de la opresión y solo quieren que termine para poder seguir adelante con sus vidas.

Hay quien cree que la izquierda ha abandonado la clase en favor de la identidad política. Ciertamente hay un tipo de progresista que ha hecho esto, que ha abogado por soluciones como la incorporación de más mujeres en las salas de conferencias de las empresas en lugar de abordar la desigualdad sistemática. Pero los socialistas sostienen que la clase es un asunto absolutamente central para entender los males de la sociedad, que no pueden ser entendidos sin el género, la raza y la orientación sexual.

Los múltiples agravios sufridos por la clase trabajadora de Trumplandia o de Brexitlandia los ha causado el sector financiero, la élite corporativa y los evasores de impuestos. No por los polacos, los musulmanes, los negros o los activistas trans.

Algunos que se describen a sí mismos como progresistas se han convertido en cómplices de la derecha del Brexit y de Trump, aceptando que la izquierda, efectivamente, se ha sobrepasado. Este enfoque no solo tira por la borda a las mujeres y a las minorías, también es un error estratégico. Los trumpistas nunca estarán satisfechos. Todo lo que se les conceda les parecerá poco y simplemente les envalentonará.

Sí, deberíamos debatir las mejores estrategias para conseguir que todos tengamos los mismos derechos y persuadir a los que no están convencidos. Pero eso no significa retroceder o ceder de cara a una reacción violenta. La emancipación de la clase trabajadora tiene que ser de toda la clase trabajadora: hombres y mujeres, blancos y negros, heteros y LGTB. Vivimos una época en la que muchos fanatismos han sido condenados oficialmente. Los espantosos demonios se han liberado a ambos lados del Atlántico. Este año, la derecha ya ha ganado votos de manera masiva. Si nos rendimos a su agenda, les regalaremos más victorias.

Traducido por Cristina Armunia Berges

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