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The Guardian en español

Mis 40 días en una cárcel del Kurdistán iraquí

Llegó un punto en que los dos británicos no sabían si llegarían a salir de la cárcel iraquí

Robert Daw

Era la una de la mañana del uno de agosto cuando nos pillaron a mi amigo Rae y a mí intentando cruzar la frontera a Siria desde Irak. Agachados en la oscuridad, esperando la señal de nuestros contactos kurdos para correr, podíamos ver la frontera a menos de 100 metros. Entonces escuchamos una voz. De golpe, estábamos rodeados por una patrulla peshmerga iraquí de control, gritando que nos tirásemos al suelo.

Soy un guarda de seguridad de Preston, Inglaterra; Rae es un trabajador de ferrocarriles del norte de Gales. Los dos somos socialistas convencidos. Cuando leímos sobre la revolución socialista y feminista que están llevando a cabo los kurdos en el norte de Siria (conocida como Rojava) quisimos mostrar nuestra solidaridad, así que ahorramos y nos compramos billetes de avión para Suleimaniya, en el norte de Irak. Pasamos nueve días allí antes de quedar con los contactos que nos iban a introducir ilegalmente en Rojava vía el Kurdistán iraquí. Cruzar legalmente no era una opción, las autoridades en el Kurdistán iraquí están haciendo todo lo posible para frenar la revolución de Rojava.

Los soldados no paraban de gritar “sois ISIS”. “Nosotros matamos a ISIS”. Nos vendaron los ojos, nos pusieron pistolas en la cabeza y dijeron que nos iban a matar ahí mismo. Estaba aterrorizado. Nadie sabía dónde estábamos. Cerré los ojos y esperé. Pero no dispararon. Nos llevaron a hasta a la dirección general de seguridad en Erbil, un grande y vistoso recinto construido por Estados Unidos en la capital del Kurdistán iraquí.

Compartimos una celda de 65 metros cuadrados con 100 hombres. Había presos de todo tipo, desde traficantes de droga hasta occidentales que habían luchado contra el ISIS junto a las Unidades de Protección Popular kurdas (YPG). Al entrar en la celda me invadió una mezcla de miedo y adrenalina. Pero un brasileño, un español y un francés se nos acercaron y nos dijeron que si nosotros, los occidentales, nos manteníamos unidos, todo iría bien. El brasileño susurró “bienvenidos al infierno”.

No teníamos ni idea de cuánto tiempo íbamos a estar presos. Por la noche, la única forma de dormir era apilarnos los unos contra los otros de costado, como sardinas. Los guardas nunca apagaban la luz. Eran sádicos, repartían palizas por nimiedades como reírnos en su presencia. Sorprendentemente, a Rae y a mí nos dejaban tranquilos. Más tarde descubrí que les habían dicho que no fuesen demasiado severos con nosotros porque éramos revolucionarios, no combatientes. Los otros no tenían tanta suerte.

La ejecución simulada nos asustó tanto que nos hizo insensibles a todo lo que veíamos. Pero creo que la luz siempre encendida, el miedo a las palizas y el aburrimiento volvían locos a algunos hombres. Mientras que estábamos allí, tres intentaron suicidarse. Había tan poco que hacer que había disputas sobre quién iba a fregar el suelo. La parte positiva es que la celda estaba siempre impoluta. La comida estaba bien: pan, yogurt, cabra o pollo, acompañado de arroz o patatas cocidas. Habríamos dado cualquier cosa por un plato de patatas con salsa de carne.

También había momentos de gran humanidad, como aprender a jugar al ajedrez con un ex muyahidín de 70 años llamado Sarhan, o enseñar canciones de Billy Bragg a los revolucionarios kurdos, que mucho apreciaron (especialmente Power In A Union). El día de mi 21 cumpleaños, los prisioneros occidentales consiguieron una pequeña tarta de contrabando. Era la primera vez que alguien más, además de Rae, se preocupaba por mí. También había miembros de ISIS, como Deniz, un joven de 25 años de Alemania que llevaba un gimnasio en Francfort antes de convertirse al islam.

Al principio, ni nuestras familias ni el gobierno británico tenían idea alguna de dónde nos encontrábamos. Empezamos a preguntarnos si llegaríamos a salir de allí. Los guardas sólo nos permitieron dos llamadas de cinco minutos en 40 días. Llamamos al único número que nos sabíamos de memoria: el de la madre de Rae. Fue asombrosa. Llamó al consulado británico en Erbil, que finalmente negoció nuestra liberación.

El 10 de septiembre, el cónsul general nos recogió. “Id a pagar vuestras multas de 340 dólares por los visados, subid al próximo vuelo a casa y no volváis”. Estábamos exaltados. Tres días más tarde aterrizamos en Heathrow y fuimos directos a comernos un plato de fish and chips.

Hay mañanas en las que me despierto y pienso que todavía estoy en prisión. Recuerdo a los revolucionarios kurdos y a los occidentales del YPG, sin los que no habríamos podido superar la experiencia. Estoy segura de que la mayoría están ahí. La experiencia me enseñó que soy más duro de lo que pienso: si sobreviví aquello, puedo sobrevivir cualquier cosa.

-Narración según el relato de los hechos a Matt Blake.

Traducido por Marina Leiva

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