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Accidentes laborales: por un trabajo digno sin víctimas

Operario de la construcción en plena jornada de trabajo

Lourdes Gómez, co-portavoz IU Madrid Ciudad

“Un trabajador resulta herido grave tras ser atropellado por una máquina”, “fallece un trabajador al caer de un cuarto piso”, “fallece un operario cuando sustituía postes de telefonía”, “fallece atrapado cuando maniobraba con un camión”, “muere un operario tras una deflagración en una gasolinera”, etc. Y, así, hasta 607 trabajadores fallecidos el año pasado, según datos del Instituto Nacional de Estadística.

En lo que va de 2017, ya se han contabilizado más de 200 muertes. La última, la de un acróbata el pasado viernes en el Mad Cool Festival. Se llamaba Pedro. La Unión de Sindicatos de Músicos, Intérpretes y Compositoras convocaba 24 horas después del suceso una concentración exigiendo para el sector mayor seguridad y condiciones de trabajo dignas.

Casi la totalidad de las muertes por accidente laboral se produce en un contexto de mercado de absoluta precariedad y estrés consecuencia de largas jornadas e ingente cantidad de trabajo asumida.

Sorprende, sin embargo, la impunidad empresarial a la que nos enfrentamos y el mutismo mediático en torno a lo que podemos considerar una de las lacras más mortíferas de los últimos años en este país. La siniestralidad laboral provoca más muertes que el terrorismo, por ejemplo, o casi tantas como los accidentes de tráfico y, sin embargo, no es comparable el esfuerzo que llevan a cabo las administraciones para combatir las últimas frente a la primera. La razón: detrás de los accidentes laborales aparece el beneficio privado legitimado por un sistema que propicia el enriquecimiento de una minoría a cualquier precio, incluida nuestra integridad física y nuestra vida.

La gran mayoría de estas muertes no van por la vía penal ya que si la persona no fallece en el acto no se elabora atestado policial, tal y como ha señalado CC.OO en más de una ocasión. Además, las indemnizaciones para los familiares de la víctima son irrisorias y se saldan normalmente con una simple multa, más que nada porque esa multa le sale mucho más barata a la empresa que tomar medidas preventivas.

Podemos constatar que, cinco años después de la reforma laboral impuesta por el PP, la situación, lejos de mejorar, deja un reposo absoluto de impunidad e inseguridad jurídica.

En este contexto, una extrema individualización de las políticas de gestión de mano de obra, cuyo objetivo es romper las colectividades de trabajo, ha propiciado que emerjan conceptos como “emprendimiento”, en un marco donde el personal asalariado se enfrenta a un vacío social en el que no tienen cabida la reivindicación o cualquier tipo de acción colectiva que pueda preservar sus derechos.

Sin embargo, la clase obrera sigue ahí, solo que ha desaparecido del discurso mediático y político, ignorada por las clásicas corrientes progresistas que hace tiempo gobiernan de la mano del gran capital.

Hace unos meses, el presidente de la CEOE, Joan Rosell, vino a decir en una conferencia que la incorporación de las mujeres al trabajo, aunque era un dato positivo, suponía también un problema para generar altos índices de empleabilidad.

Aunque el comentario fue posteriormente desmentido por la CEOE, desató un aluvión de críticas en las redes sociales, por lo machista del mismo. Sin embargo, lo relevante no son tanto esas reflexiones machistas de un burgués como entender que dice que en este capitalismo devorador no tiene cabida tanta mano de obra asalariada. O, lo que es lo mismo, que sobran seres humanos empleables en un sistema que desprecia día a día el derecho a un salario y a una jornada laboral digna, a permisos retribuidos, a la conciliación familiar, incluso el más básico de todos como es garantizar nuestra vida e integridad. Un sistema donde los derechos económicos y sociales son un cúmulo de privilegios concebidos desde una perspectiva poscolonial con fuertes connotaciones éticas y morales.

En esta lógica del disparate neoliberal nos enfrentamos a la cruda realidad de tener que lidiar con cientos de asesinatos al año como consecuencia de unas políticas de empleo despiadadas. Las “nadie” de la clase obrera, las que están fuera de la agenda política porque no generan poder, ni votos, ni hegemonía, porque los mecanismos culturales del neoliberalismo funcionan estigmatizando y criminalizando a esa suerte de clase considerada privilegiada por defender unas condiciones de trabajo dignas.

En un país donde los salarios y la precariedad laboral son un escándalo, solo podemos hacer mediciones de datos sobre empleo y paro, pero no podemos establecer comparativas con datos oficiales relativos a la calidad en el empleo, básicamente porque esos datos actualmente no existen, no se publican. La misma situación que cuando hablamos sobre endeudamiento y su comparativa con la inversión social, por lo que legitimamos constantemente el marco hegemónico de la derecha sin establecer una línea discursiva que nos enfrente a los nuevos modos de pobreza, a un empleo que no solo precariza, sino que roba vidas.

Habría medidas sencillas que tendrían un efecto inmediato, como excluir de la contratación pública a cualquier empresa que hubiese violado las normas de seguridad en el trabajo, elevar las indemnizaciones o dotar de más inspecciones de trabajo a los sectores de riesgo.

Un problema más de fondo es la capacidad de los sindicatos de clase para controlar y denunciar estos hechos, en la medida en que los derechos democráticos en general, y los laborales en particular, se ven mermados cada día que pasa por las políticas del PP y las contrarreformas de gobiernos del PSOE. Los trabajadores y trabajadoras tienen miedo, muy fundado, a que cualquier denuncia suponga la pérdida del puesto de trabajo y, en esa lógica precaria y sumisa, se aceptan cargas y jornadas abusivas, humillaciones, atropellos machistas e incluso riesgos que ponen en peligro la propia vida.

En definitiva, los accidentes laborales son índice significativo de la merma de derechos y democracia, del sacrificio social en pos del beneficio privado y son también, sin duda, el reto de la izquierda, de los sindicatos y organizaciones sociales para transformar la sociedad en que vivimos.

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