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¡Visca Catalunya!

Diada de 2016 en Barcelona.

Jean-François Fogel

Viví ocho años en Barcelona, en los años ochenta, cuando la ciudad no era el zoológico turístico que enseña hoy a Gaudí, Dalí o Miró como si fueran animales exóticos. En un mundo de aplastante belleza en la noche silenciosa y de actividad tranquila durante el día, el catalanismo era una presencia hermética: estaba pero no estaba y había que hablar mucho con un amigo para entender el recorrido extraño de su historia.

Desde una de las terrazas de mi sobreático se veía un local del partido independentista Estat Català. En la pared había una bandera catalana con la estrella solitaria, pero la única actividad que recuerdo era que por la noche jugaban al tenis de mesa. En esa época, descubriendo una sociedad y una cultura que pertenecen a la gran Historia de Europa, aprendí a ver las dos caras de los catalanes: son, a la vez, seny y rauxa. Seny es una manera de actuar como sabios, obedeciendo a la razón, y rauxa es el territorio de la emoción expresada de una manera explosiva. El catalanismo, por oposición clara a la locura del País Vasco, era entonces un territorio dominado por el seny. Y creo que lo es todavía o por lo menos tiene que serlo.

Recuerdo que en esos años a veces en un edificio se podía leer un cartel tipo “ministerio de algo, tercer piso” lo que me hacía reír pues, como francés, de la gran Francia centralizada, siempre he visto ministerios que no son una planta sino un edificio y hasta toda una manzana. Creo que la construcción lenta, continua de un Estado catalán es una parte de la repuesta cuando nos preguntamos ahora: ¿Qué paso?

Se finge primero tener un Estado en una autonomía y poco a poco la ficción cobra realidad institucional. Pero esta es una pequeña parte de la respuesta. Tarradellas, que fue el molt honorable presidente de la Generalitat después del franquismo y Pujol, que muy recientemente descubrimos que no fue tan honorable, pesan muy poco frente a la realidad del catalanismo, que es sobre todo una cultura formidable de lo cotidiano, de lo que se ve por todas partes, lo que se compra en el mercado, lo que se come, lo que se disfruta, hasta se sublima en las creaciones artísticas. Pienso aquí en Mercè Rodoreda, Salvador Espriu, Jaime Gil de Biedma y muchos otros.

Sí, lo sé, Gil de Biedma escribía en castellano, pero para mí fue el más grande poeta catalán del siglo veinte. Y creo que muchos catalanes comparten, o al menos compartían, esta opinión, pues hubo una época en la que la cultura catalana era un espacio abierto, tanto para entrar como para salir. Al no tener espacio político (cercenado por el poder central de Madrid) los catalanes construyeron su identidad a través de una cultura triunfante que se explica hoy con la invasión de los turistas (no hay otra ciudad en Europa que ofrezca un abanico tan amplio, desde barrios góticos hasta arquitectura contemporánea de primer orden).

Lo que pasó ahora es sencillo: en la expresión del catalanismo, la política sobrepasó a la cultura. En otras palabras, se cree que los actores del Teatre Lliure o la persona que ofrece cuina del mercat en un restaurante tienen menos peso que los personajes políticos que hablan en nombre del catalanismo. A mí esto no me parece Catalunya. Y claro, cuando los políticos que representan en este momento a Catalunya se enfrentan con el torpe poder del Gobierno español, llegamos a la gran tragedia, una lucha donde los símbolos no están a la altura de la realidad. La idea que tengo de Catalunya es algo muchísimo mas grande que un cara a cara entre los señores Puigdemont y Rajoy. ¡Visca Catalunya!, por supuesto.

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