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Pesadilla en un juzgado de violencia de género

Imagen de archivo del interior de unos juzgados de Violencia sobre la Mujer en Madrid.

Celia Zafra

Periodista (@CeliaZafra) —

Un día de junio de 2017. 10:50 de la mañana. Llego, milagrosamente puntual, a la puerta de los juzgados de violencia de género de Madrid. Diez minutos antes, harta de dar vueltas por un barrio que no conocía sin encontrar un hueco para aparcar, había dejado el coche en el parking del Tanatorio Norte. Muy premonitorio del ambiente que me iba a tocar vivir esa mañana.

Quizá previendo que la jornada no iba a ser fácil, acepté la oferta de una amiga y me dejé acompañar. Había cumplido con la obligación ciudadana de denunciar una agresión; la Policía me había asegurado que no me iba a cruzar con el denunciado y yo estaba tranquila. Pero por si acaso. Bendita premonición.

Los juzgados de la calle Manuel Tovar ocupan un edificio enrevesado, organizado en torno a una escalera circular, que se tropieza consigo misma. Quizá una metáfora de lo que ocurre en su interior.

Juzgado número 4. Tercera planta. Pasamos a una oficina acristalada, saludo, me identifico ante la funcionaria. “¿Tiene el DNI?” “Sí, claro”. “La apunto, pero en la documentación del caso no figura”. “Soy testigo, me citó la policía a declarar”. “Pues vale”.

Salimos, nos sentamos en dos de la apenas una decena de sillas que se alinean en el pasillo de espera (porque sala no es). Al rato, veo aparecer a la chica agredida, que se mueve nerviosa de un lado a otro. Creo que no me reconoce. Habla por el móvil; se la ve incómoda. Parece no entender del todo bien que hace ella allí. “No le des vueltas a la denuncia. Has hecho lo que tenías que hacer”, me tranquiliza mi amiga. “En casos de violencia machista, es habitual que ellas hayan desarrollado tal relación de dependencia que le quiten importancia a la agresión, o incluso que la nieguen. He hecho lo que tenía que hacer”, me repito a mí misma.

La chica sigue recorriendo el pasillo de arriba a abajo, cada vez más inquieta. Se queja de haber tenido que dejar el coche mal aparcado para llegar a tiempo a la vista, que se retrasa. Unos asientos más allá, un hombre mayor, grueso, sudoroso, intenta entablar conversación con ella. “Si es que yo no sé por qué estoy aquí”, le cuenta ella.

“Si a mí no me han hecho nada”. “Yo vengo a ver a mi hijo, que lo detuvieron anteayer, pero por una pelea sin importancia”. “¿No será usted el padre de X?”, “pero si estaba conmigo, y ya le estoy diciendo que no fue para tanto. Sólo que se puso muy nervioso por una movida que tuvimos con el coche”, le confirma ella. “Si es que cuando se toma tres güisquis, se vuelve un poco agresivo, pero luego se le pasa”, remata el padre. Desde ese momento, se sientan juntos y hablan entre ellos.

Me levanto. Me acerco a la urna de cristal donde está el personal del juzgado. Le digo a la funcionaria que preferiría que la víctima no supiera en qué juicio testifico, visto el panorama. Evidentemente, espero no tener que cruzarme con el agresor. “Ya se lo dije a la Policía; estoy preocupada porque me vio hablando con un miembro de la patrulla cuando se lo llevaban detenido. Y mis hijos delante”. “No entráis a la vez a la sala”, me dicen. Vale.

Una hora de espera. Pasa una señora con el brazo en cabestrillo y el ojo morado. Tiembla, parece achicarse. Al rato, dos chavales discuten, a gritos, delante del resto. Vienen los guardias de seguridad. Al fondo se oye la voz de una mujer joven, que llora desesperada. “No puedo más”, grita, “no puedo más”. Parece estar atravesando una crisis nerviosa, pero en los juzgados no hay equipos psicológicos para atenderla. Tendrá que pasarla “a pelo”.

Dos horas. Dejo mi número de teléfono a la funcionaria y bajamos a comer algo. Son las 13:00, y en los juzgados no hay cafetería. Sólo una máquina de bebidas, otra de sándwiches y una tostadora vieja.

Regresamos. El turno no ha avanzado gran cosa. Quiero ir al baño, pero no lo encuentro. Camino unos pasos de un lado a otro, desubicada. “¿Buscas el aseo?”, me pregunta el padre del (presunto) maltratador. “Los de los visitantes están fuera, junto a la escalera”, me indica amablemente. No sabe quién soy, ni por qué estoy allí. Pero no tardará en averiguarlo.

Tres horas desde que llegamos. De repente se abre la puerta y aparece el agresor, esposado. Delante de mis narices. Lo llevan a un cuarto cerrado en una esquina, pero ya qué más da. No doy crédito. Decido salir a la zona de la escalera, donde hay algunos asientos más. Mi amiga se queda dentro, por si me llaman. Le pido que hable de nuevo con la funcionaria, que le pregunte por qué ha pasado lo que no tenía que pasar. Aun así, confiando en que no me haya reconocido, le pide que por favor no vuelva a ocurrir, que por favor, el agresor, sus familiares y la chica no se enteren de que declararé en su vista.

Mientras espero fuera, le pregunto a una abogada de oficio a la que había escuchado a lo largo de la mañana y me había parecido atenta y competente: ¿esto es habitual? ¿Que los acusados y sus familias se crucen con los testigos, que compartan sala? “Uy, sí. Eso es el pan de cada día. Sólo tienen un poco más de cuidado con las víctimas; el resto, nada”. Sigo sin dar crédito. En ese momento, sale el agresor (el que agarró a la chica por el cuello en plena calle y la levantó del suelo, me recuerdo a mí misma). A dos metros de mí, de nuevo.

Noto los nervios en la garganta. Y entonces llega el momento estelar: una funcionaria grita mi nombre delante de todas las personas que esperan. Ahora el padre de la criatura no sólo sabe cómo soy físicamente, sino cómo me llamo. En qué barrio vivo ya lo supieron el día de la denuncia. ¿Será así el protocolo?

Camino hacia la sala de vistas intentando no mirar a los lados. El juez se disculpa por la tardanza, me da las gracias por ofrecer mi testimonio, pero me indica que ya no será necesario. El agresor ha reconocido los hechos y ha aceptado la pena. No sé si reír o llorar.

Domino los nervios, tiro de sangre fría y me dirijo a él. “Su señoría, ¿me permite un comentario?”. Parece sorprendido. “Yo no sé si lo que me ha pasado a mí hoy es lo habitual, pero de lo que estoy segura es de que no es lo correcto. ¿Quién va a denunciar una agresión contra una mujer si sabe que le espera este desamparo, este quedarse a pecho descubierto? No hay campaña de concienciación que soporte este contraste con la realidad”. El fiscal asiente con la cabeza. El juez farfulla algunas excusas y pide tibiamente disculpas.

Salgo de la sala sin levantar la vista, pero, al pasar junto a la puerta del pasillo, noto las miradas de la chica y la del padre clavadas en mí. Mi amiga y yo salimos de los juzgados literalmente corriendo escalera abajo. Pago los 13,95 euros que me ha costado el aparcamiento –una nueva contribución ciudadana a la causa– y conduzco de vuelta hasta el trabajo, con las piernas todavía temblando.

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