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Presos políticos y sedición

La Audiencia Nacional rechaza poner en libertad a Sànchez y Cuixart

Jaume Asens

En democracia hay dos reglas elementales. Una, la voluntad del pueblo debe respectarse. Dos, un gobierno solo puede ser inhabilitado en las urnas. En la actualidad, existe en Catalunya una percepción generalizada que éstas se han roto. La imposición de un Estatut no votado por nadie y contra la voluntad de los catalanes está en el origen del conflicto. Tras ese hecho, calificado por el catedrático Pérez Royo como “golpe de Estado”, los ciudadanos reclamaron recuperar la voz. Ya no como última palabra sino como primera. Y no ya como referéndum sobre la fórmula de integración en el Estado, sino como referéndum para decidir si se quiere formar parte de él. Se pidió, por eso, la transferencia de la competencia para organizarlo. O se intentó hacer una consulta -como la del 9-N - que acabó en un simple proceso participativo. Aun así, el Gobierno del PP se enrocó. Ofreció sólo autoritarismo e incomprensión. Su respuesta inmediata es reformar el Tribunal Constitucional para convertirlo en un mero brazo ejecutor suyo. Se le otorgó un poder absoluto e incuestionable con el objetivo de usurpar las prerrogativas de las fuerzas políticas. Con ello, se desdibujó no solo su papel de órgano de control sino también el propio régimen jurídico que lo sostiene. La voluntad democrática de una comunidad para autodeterminarse, en este contexto, resultaba más legítima que nunca. Y una amplia mayoría de catalanes considera que debe prevalecer por encima de la opinión de cualquier juez. Lo que está en juego es, precisamente, el principio democrático y la legitimidad política que la soberanía popular concede.

Con esa intención, se convocó el referéndum del 1-O. Lejos de aplanarse, el Gobierno del PP inició una ofensiva punitiva sin precedentes para impedir su celebración. Se trató una cuestión democrática como si fuera una cuestión criminal. Se convirtió a los catalanes en presuntos delincuentes y se imputó a casi mil alcaldes por permitir que se expresaran en las urnas. Entre otras medidas, se mandaron centenares de policías de otras partes del Estado, se prohibieron debates y reuniones, se decomisaron carteles, se abrió correspondencia privada, se cerraron webs o se registraron imprentas y medios de comunicación. Con todo, más de dos millones de ciudadanos salieron a votar. Ese día marcará un antes y un después en la historia de Catalunya. Fue un momento de soberanía y empoderamiento ciudadano. Con más de mil heridos, se convirtió también en uno de los episodios de violencia institucional masiva más grave sucedido en Europa. Uno de los heridos, incluso, perdió la visión de un ojo por el uso de balas de goma prohibidas por el Parlament.

Tras esa violencia, y cuando todo parecía que no podía ir peor, el PP llegó a un acuerdo con el PSOE y Cs para disolver las instituciones catalanas. El artículo 155 de la Constitución fue un pretexto para cesar al Parlament y aupar a la Generalitat a la quinta fuerza catalana sin pasar por las urnas. Algo que tampoco había sucedido en ninguna democracia europea. Los ponentes de la Constitución habían descartado expresamente ese escenario. Solo lo defendió el ex ministro franquista, Fraga Iribarne. No por casualidad, no hay ninguna referencia a las medidas aplicadas en el texto constitucional. Bajo ese clima de excepcionalidad, el paso siguiente era previsible. Ya sin la protección del aforamiento, los miembros del gobierno catalán quedaron a merced de una jueza de la Audiencia Nacional. Y ésta, sin ningún tipo de titubeo, los encarceló. Con anterioridad, ya había aplicado la misma receta contra los líderes sociales Sànchez y Cuixart por su participación en una protesta pacífica. Desde entonces, miles de catalanes se han movilizado para exigir la liberación de quienes consideran presos políticos. En la fachada del ayuntamiento de la capital cuelga un cartel con esa misma reivindicación.

Estos hechos han levantado una pregunta evidente: ¿hay presos políticos en España? El Gobierno del PP y sus aliados, PSOE y Cs, lo niegan rotundamente. El motivo de su encarcelamiento –alegan– es estrictamente legal, no político. Como decía el editorial del diario El País, “no han sido enviados a prisión por sus ideas, sino por un delito de sedición previsto en el Código Penal”. El enfoque puramente legal, no obstante, tiene algunas deficiencias. Desde esa óptica, no hay presos políticos en ninguna parte. O si se reconocen, son los de otros países u otros tiempos. No existe ningún estado que acepte tener presos políticos. Siempre hay un artículo del código penal que avala su persecución. Hasta en Corea del Norte se apela a la ley para encarcelar a los disidentes. Ni siquiera se le concedió esa condición al más célebre de los presos políticos, Nelson Mandela. El Gobierno sudafricano lo encarceló durante 27 años acusado de un delito de conspiración para derrocar al gobierno. Mahatma Ghandi no tuvo tampoco tal reconocimiento. Las autoridades británicas coloniales lo condenaron por sedición. Un cambio de criterio en ese aspecto solo se produce si previamente hay una ruptura con el régimen dominante. Los presos antifranquistas, por ejemplo, tuvieron que esperar al fin del franquismo para que eso sucediera. En el artículo uno de la ley de Amnistía de 1977, se amnistiaban los “actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delito y faltas”.

¿Quiénes son, entonces, los “presos políticos”? No existe una definición universal aceptada y, por ello, el asunto suele ser motivo de todo tipo de disputas. Normalmente se considera como tal quien ha resultado arrestado por sus actividades políticas, especialmente si son críticas o muestran oposición a un Gobierno. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa fijó, en el 2012, algunos criterios. Consideraba que lo eran cuando, por ejemplo, existía motivación política en sus actos o en la voluntad de las autoridades para encarcelarlo. También cuando el proceso judicial era claramente injusto y con un contenido político significativo. En ausencia de violencia en sus actos, puede calificarse de preso de conciencia.

Sea como sea, el debate de fondo es fundamentalmente político. Tiene que ver con la opinión que se tenga del preso y del régimen que lo encarcela. Buena prueba de ello es la diferente vara de medir que utilizan unos y otros en función de quien sea quien. Los que suelen caracterizar a los independentistas como peligrosos sediciosos no dudan luego en otorgan la categoría de presos políticos a opositores venezolanos como Leopoldo López. Y ello a pesar de los métodos defendidos por unos y otros. Mientras los primeros apelan a la desobediencia civil pacífica, los segundos llamaban a “derrocar al presidente a través de manifestaciones” también “con métodos no pacíficos” que luego terminaron con decenas de muertos. Otro ejemplo sintomático de esa disparidad de trato la vimos con los activistas del 15-M que rodearon el Parlament en el 2011. No pocos de los que exigen ahora la liberad de sus compañeros presos, reclamaban entonces tratar a los disidentes como sediciosos. Merecían –según ellos– ir a la Audiencia Nacional para ser condenados a más de cinco años de cárcel. Uno de los gestos de mayor dignidad ha sido, precisamente, ver esos mismos represaliados saliendo a defender la libertad de quienes antes les querían meter entre rejas a ellos.

Visto desde esta perspectiva, hay múltiples razones que permiten considerar a Sànchez, Cuixart y el resto de presos de la Generalitat como políticos. La primera tiene que ver con los cargos de la acusación. Los delitos de sedición y rebelión suelen ser un recurso habitual para perseguir a los opositores. Los disidentes antifranquistas fueron, por ejemplo, juzgados bajo esa categoría por el régimen de los golpistas del 1936. En la propia ley de amnistía se hacía referencia a los “delitos de rebelión y sedición” como actos políticos susceptibles de ser amnistiados. El texto también aludía a la aplicación de la medida de gracia “cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”. En el caso concreto de los consejeros y los líderes sociales encarcelados, hay un consenso bastante amplio entre los juristas que no hay nada en su conducta que permita encajarla dentro de esos tipos penales. Lo recordaba recientemente un numeroso grupo de catedráticos y profesores de derecho penal en un manifiesto. Ni hubo el alzamiento tumultuario de la sedición ni la violencia exigida en la rebelión.

Un segundo motivo afecta al tribunal que les ha privado de libertad. Que sea la Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de orden público, proyecta un halo intenso de ilegitimidad. Como el Tribunal Supremo, este es un órgano judicial fuertemente centralizado y vinculado al poder político. Su constitución es en sí mismo una anomalía democrática que rompe el principio del juez natural. A ello hay que añadirle su clara falta de competencia para investigar un presunto delito de sedición y rebelión. Como denunció la Comisión de defensa del Colegio de Abogados de Barcelona, la actuación de la jueza Lamela roza la prevaricación. Con anterioridad, ella misma había defendido su falta de competencia en otra investigación por los mismos delitos. Los 2o magistrados del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, de hecho, vetaron esa posibilidad y dejaron zanjada la cuestión ya en el 2008. No hay ni un solo precepto, además, que permita ahora atribuir el conocimiento de los hechos a ese tribunal.

Un tercer motivo tiene que ver con el modus anti-garantista con el que se ha actuado. Son numerosas las irregularidadesdenunciadas que parecen responder al espíritu del “a por ellos” o el “más grande será la caída” de quienes deben proteger los derechos ciudadanos. La más llamativa es la negativa a suspender las declaraciones para impedir que los investigados tengan conocimiento de qué se les acusa. O la inclusión de nuevos delitos inexistentes en la orden de detención internacional contra el Gobierno en Bruselas para burlar la garantía de doble incriminación de la legislación belga. Un último motivo que añade un tamiz político a la causa es la decisión de encarcelar a quien se presenta voluntariamente ante la justicia. Una medida dictada, más que para ahuyentar el riesgo de fuga, con la intención de infringir un castigo ejemplarizante que desaliente las movilizaciones de un pueblo que se siente mayoritariamente humillado. Otra prueba del componente político la vimos en el Tribunal Supremo recientemente cuando se obligó a los miembros de la Mesa del Parlament a renegar de sus convicciones. O a prohibirles acudir a manifestaciones para exigir la liberación de sus compañeros.

En verdad, este tipo de actuaciones no son hechos aislados. Forman parte de una lógica de excepción que se ha ido imponiendo en los últimos tiempos. Una tendencia a consolidar un Derecho Penal del Enemigo inspirado en una antigua y nunca apagada tentación totalitaria: la idea de que debe castigarse no por lo que se ha hecho sino por lo que se es. Con ello se invalida la manida letanía de que “todas las ideas se pueden defender en escenarios de no violencia”. Y se abre la puerta a normalizar y extender esas medidas concebidas para el caso catalán a otros lugares. Ya se ha propuesto aplicar el artículo 155 a Euskadi y a Navarra. Y en Madrid, el PP ha intervenido las cuentas municipales de Carmena. Contemplada con la gravedad que los hechos se merecen, este tipo de persecuciones desatan los fantasmas evocados por la vieja advertencia de Niemöller. Primero les tocó a unos, luego a los otros, y más adelante a mí, pero ya era tarde. Ojalá la advertencia llegue también a los que miran hacia otro lado y piensan que esto es sólo un problema de los independentistas.

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