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Propuestas para la reconstrucción (IV): garantizar la equidad en Salud en España

Cataluña suma 43 víctimas de la COVID-19, lo que sube el total a 11.554

José Martínez Olmos / Alberto Infante Campos / Daniel López-Acuña

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La publicación, en 1980, del “Black Report” en el Reino Unido, constituyó un hito en la incorporación de las consideraciones sobre equidad en salud en la agenda sanitaria. Puso de manifiesto lo que numerosos estudios previos en el mundo revelaban: la mala salud y la muerte se distribuyen de manera desigual no solo entre países más y menos desarrollados, sino también entre los distintos estratos de la población dentro de cada país, incluidos los países más ricos.

Las inequidades en salud, es decir, aquellas desigualdades que se consideran injustas y son además evitables, no se deben solamente a fallas en el sistema de salud sino también y principalmente a desigualdades sociales que influyen en la salud, por ejemplo, en materia de ingresos, educación, vivienda, dieta, empleo y condiciones de trabajo, entre otros. Más recientemente se ha documentado también el modo cómo el género condiciona la situación de las personas respecto a la salud, la enfermedad, la esperanza de vida y el acceso a los cuidados de salud.

Por tanto, el análisis y la reducción de las inequidades, incluidas aquellas que tienen que ver con el acceso a los cuidados de salud, debe incluir el análisis de estos determinantes y de las decisiones políticas y económicas que los afectan. Para los profesionales de la salud, la acción conjunta con otros sectores para reducir la exclusión social es un aspecto importante de su trabajo. Además de eso, hay acciones que ellos mismos pueden acometer en su esfera cotidiana de trabajo, por ejemplo, detectando y reduciendo o eliminando determinadas inequidades en el acceso y el uso de los servicios de salud.

La pandemia de COVID-19 ha mostrado con crudeza cómo esas inequidades se traducen en diferentes riesgos de enfermar y de morir para distintos grupos de población. Tanto en lo que se refiere al impacto directo sobre el estado de salud y el pronóstico vital de las personas, como por las consecuencias socioeconómicas de la pandemia sobre los determinantes sociales de la salud. De hecho, la pandemia ha golpeado más duramente a quienes menos tienen, a quienes viven más hacinados. Datos preliminares de España, Reino Unido y Estados Unidos muestran que las poblaciones más desfavorecidas muestran más contagios y más muertes por coronavirus que las más acomodadas. Este patrón se ha constatado también entre las poblaciones marginales de las grandes urbes de Brasil, México, Argentina y Perú.

Estas diferencias entre la población de barrios ricos y pobres de una misma ciudad se han observado también en países con acceso universal a los servicios de salud. Por ejemplo, Singapur notificó un rebrote de la pandemia a partir de un barrio de trabajadores emigrantes que vivían en condiciones precarias y que habían sido dejados de lado por los estrictos sistemas de vigilancia epidemiológica y detección precoz de casos sospechosos y contactos del país. En Suecia los inmigrantes se han visto también mucho más afectados que la población no inmigrante.

Se ha argumentado que la pobreza y la precariedad laboral tienden a favorecer las condiciones de propagación de la COVID-19 (como también la de otras enfermedades infecciosas) pues suelen asociarse con un peor estado previo de salud, mayor hacinamiento, menor nivel cultural, mayor brecha digital, menor acceso a información confiable, menor capacidad para limitar los movimientos y mayor probabilidad de desempeñar trabajos de riesgo.

La elevada letalidad de los ancianos que viven en residencias (sobre todo en aquellas con condiciones laborales y de cuidados más precarias) por comparación a la observada entre los ancianos con condiciones de vida más desahogadas, que se ha constatado en muchos países europeos, incluida España, ha sido también interpretada como una muestra de inequidad sanitaria de raíz social frente a los riesgos de enfermar y de morir.

No es de extrañar tampoco que la afectación por COVID-19 haya mostrado desde el principio un marcado sesgo de género. Si bien la letalidad registrada es mayor entre hombres (57,1% frente a 42,9%), el número total de casos confirmados es mayor entre las mujeres (un 56,9% frente a un 43,1%), lo que probablemente tiene que ver con que la fuerza de trabajo en la economía de los cuidados, incluidos los de salud, está formada mayoritariamente por mujeres.

Todo ello plantea la necesidad de repensar el concepto de vulnerabilidad en salud pública para reforzar las acciones orientadas a reducir las inequidades en salud. Y no solo por lo que se refiere a las enfermedades infecciosas: fenómenos análogos se han observado también en muchas enfermedades crónicas.

La vulnerabilidad depende de la interacción de factores personales (generalmente referidos a la susceptibilidad biológica o clínica) y de circunstancias y factores sociales, económicos o ambientales (lo que en la terminología de salud pública se llaman “determinantes sociales de la salud”).

Vulnerabilidad significa la probabilidad de que alguien desarrolle enfermedad, muera o sufra discapacidad tras la exposición a un factor de riesgo dado. Aunque todos estamos potencialmente expuestos a factores de riesgo para nuestra salud en diferentes momentos de la vida, algunas personas o grupos tienen una mayor probabilidad de experimentar un efecto negativo debido a determinadas características que les son propias en comparación con otras personas o grupos.

Pero, además de lo anterior, la vulnerabilidad puede verse influida por una mayor o menor (o inadecuada) capacidad de acceso y de uso de los sistemas de salud, que puede crear situaciones de marginación en cuanto a la prestación de determinados servicios.

La expresión “no dejar a nadie atrás” se refiere a los esfuerzos desarrollados por los poderes públicos para mitigar aquellos procesos de exclusión social que fomentan la existencia de personas o grupos más vulnerables.

Existe abundante literatura de salud pública referida a grupos considerados vulnerables, entre ellos: las familias monoparentales con hijos pequeños; los niños y niñas de entornos desfavorecidos; las personas con una discapacidad física, mental o de aprendizaje, o una mala salud mental; las mayores y muy mayores frágiles o con discapacidad y que viven solas; con vivienda inestable (por ejemplo, personas sin hogar); las personas que viven en centros de detención o prisiones; quienes viven en zonas rurales/aisladas; desempleadas/inactivas de larga duración; las mujeres sobrevivientes a situaciones de violencia de género; la población inmigrante en situación irregular; la población de minorías étnicas, etcétera.

Y también sobre los principales mecanismos a través de los cuales se expresa la vulnerabilidad en los sistemas de salud, entre ellos: trabas burocráticas; falta de documentación apropiada; ignorancia sobre cómo “navegar” por el sistema de salud; desconocer la cobertura de salud con que se cuenta; dificultades para obtener citas; determinadas barreras cognitivas, por ejemplo, miedo a las actitudes negativas de los profesionales de la salud y mentalidad actitud negativa debido a mala experiencia previa; obstáculos psicológicos debidos a la situación de enfermedad (desesperanza, baja autoestima, depresión, miedo y ansiedad); aislamiento social y soledad; información de salud difícil de entender; malentendidos culturales; barreras del lenguaje y comunicación (por ejemplo, por abuso de jerga médica y administrativa); bajo nivel de alfabetización sanitaria; tiempos de espera excesivos; obstáculos financieros (por ejemplo, pagos de bolsillo elevados); incapacidad de disponer del tiempo o del transporte necesario para acudir al sistema de salud; acceso difícil a los medicamentos, etcétera.

Por ello, “no dejar a nadie atrás” requiere un esfuerzo continuado por transparentar y analizar las inequidades en salud y por reforzar la equidad. Existen diversas experiencias nacionales e internacionales que deberían ser puestas en valor. Por ejemplo, en 2015 el Ministerio de Sanidad publicó el documento de conclusiones de la Comisión Nacional para Reducir las Desigualdades Sociales en Salud en España, que contiene 27 recomendaciones principales y 166 recomendaciones específicas, ordenadas por prioridad y divididas en 5 apartados:

- La distribución del poder, la riqueza y los recursos (salud y equidad en todas las políticas; financiación justa y gasto público para la equidad; poder político y participación; buena gobernanza mundial).

- Condiciones de vida y trabajo cotidianas a lo largo del ciclo vital (infancia; empleo y trabajo; envejecimiento).

- Entornos favorecedores de la salud (entornos físicos acogedores y accesibles; acceso a una vivienda digna; entornos favorecedores de hábitos saludables).

- Servicios sanitarios (un sistema sanitario que no cause desigualdad).

- Información, vigilancia, investigación y docencia (información, vigilancia y evaluación; investigación; docencia).

Un verdadero enfoque de equidad debe ser universalista. El universalismo efectivo evita entrar en una lógica de «políticas de reparación» y de sistemas de salud “focalizados” para los diferentes grupos vulnerables pues eso conduce a la fragmentación vertical de los sistemas y a una marcada ineficiencia en el empleo de los recursos. Debe de haber un suelo básico, lo más amplio posible, de universalismo y protección social, y al propio tiempo, acciones específicas orientadas a corregir aquellas inequidades en la situación de salud y en el acceso y el uso de los servicios de salud que se vayan detectando.

Los efectos devastadores de la pandemia COVID-19, especialmente en los grupos más vulnerables, nos llevan a considerar la necesidad de:

- Asegurar que los principios de salud y equidad social se tienen en cuenta en el diseño y la implementación de todas las acciones encaminadas a abordar el impacto de la pandemia.

- Alentar a que todos los esfuerzos para abordarla se basen en la evidencia científica y en las mejores prácticas disponibles.

- Reconocer que la crisis económica esperada como resultado de la pandemia tendrá efectos muy perjudiciales para aquellos que ya experimentaban inseguridad financiera, social y laboral antes de la misma.

- Fomentar los principios de cooperación, solidaridad y no discriminación, columna vertebral de los países que forman parte de la Unión Europea.

Fomentar las medidas de autoprotección implica entender que hay grupos poblacionales cuyas condiciones de vida y cuyas características culturales exigirán un esfuerzo especial de concienciación y de sensibilización. Detectar a tiempo casos sospechosos, y aislar a los positivos y a los contactos de riesgo, implica un análisis pormenorizado de las condiciones de vida de todos ellos, así como de las mejores soluciones prácticas para su seguimiento y aislamiento, haciendo compatible la mayor seguridad sanitaria de la sociedad con un escrupuloso respeto a los derechos individuales de los implicados. Tratar a los pacientes que necesitan hospitalización requiere evitar discriminaciones injustificadas, por ejemplo, debido a la edad o de la condición administrativa de las personas. Facilitar el seguimiento posterior a la hospitalización implica aceptar y saber manejar, desde la atención primaria, su diversidad personal, familiar, y cultural. Y a no tardar, garantizar el acceso equitativo a los tratamientos específicos y a la vacuna frente a la COVID-19 cuando estén disponibles, implicará una batalla internacional y nacional de primer orden por la equidad.

La lógica del mercado no puede garantizar nada de esto. Solo sistemas de salud de financiación y provisión mayoritariamente públicas, organizados de acuerdo con los principios de universalidad y equidad pueden hacerlo.

En el esfuerzo por la reconstrucción del SNS español que ahora se inicia, convendría articular medidas para reducir las inequidades en salud, lo cual implica dar pasos ciertos para medir la situación de salud y los resultados de las acciones, y ligarlos con los determinantes sociales de la salud y con las acciones encaminadas a mejorarlos. La transparencia de resultados será la mejor aliada en la lucha frente las desigualdades y por la equidad. Esta sería una de las tareas que debería desarrollar la Agencia Estatal de Salud Pública que hemos defendido en otro artículo.

El sistema sanitario debería contar con recursos específicos para afrontar la reducción de las desigualdades en salud ubicados en un potente y renovado Fondo de Cohesión para afrontar con recursos las estrategias que se consideren necesarias. También deberían evitarse ciertos mecanismos que directa o indirectamente lo desfinancian (por ejemplo, desgravar la suscripción de seguros privados de salud o sistemas de aseguramiento privado con financiación pública como el de Muface). Fortalecer y renovar la equidad en salud interpela e implica a todos los poderes del Estado por lo que definir objetivos de equidad sobre cuyo avance se rindan cuentas anualmente en el Senado como cámara territorial, puede ayudar a la implicación de todos con base en la transparencia y en la implicación real del conjunto de administraciones públicas concernidas.

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