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Puentes en lugar de muros

David Perejil

Periodista —

Cada uno de los eneros y febreros de los últimos cinco años han sido el momento elegido para analizar el balance de la llamadas, mediáticamente 'Primaveras Árabes'. Sobre todo, en los días cercanos al principio y, en aquel momento el declarado, fin de los dos levantamientos que simbolizaron el momento más mágico de las revueltas con dos sociedades expulsando a sus dictadores. Aquellos días de hace cinco años en Túnez, desde el detonante del suicidio de Mohamed Buazizi hasta la huida de Ben Alí el 14 de enero; y Egipto, en aquellos 18 días de agitación vividos con intensidad desde el viernes de la ira hasta la renuncia de Mubarak, el 11 de febrero.

Para esa variada y diferente región que habla, como lengua principal, árabe desde Tánger hasta Riad, pasando por Damasco, la situación no ha dejado de empeorar desde entonces hasta arrastrar al incendio a muchos países. Los conflictos de Siria, Irak, Yemen y Libia siguen creciendo en una espiral de destrucción que, pese a parecer imposible de superar, se ha recrudecido los últimos doce meses. De todos ellos, el caso de Siria es el más doloroso por muchas razones. Además, la competencia por la hegemonía de Oriente Medio entre Irán y Arabia Saudí no solo ha crecido, sino que ha superado las fronteras del enfrentamiento intermediado, a través de conflictos, en otros países. Peor aún, los conflictos políticos han prendido lamecha de las diferencias sectarias en varios países con graves destrozos para la convivencia de sociedades muy plurales.

Casi año y medio después de tomar Mosul, el autodenominado Estado Islámico, que ha se ha expandido sobre los desastres de Siria e Irak, sigue dominando amplías zonas de terreno. El incremento, cada vez mayor, de países que dicen bombardear sus zona para expandir también sus propias agendas en Oriente Medio, ha sido ineficaz. Es más, la irradiación de los atentados del Daesh, muy numerosos en muchas ciudades árabes, ha alcanzado Europa.

Por otra parte, cuatro años después de la gran y continuada expulsión de sirios, sobre todo, por las brutalidades del régimen de al Asad, el continente ha descubierto el gran drama de los refugiados sirios que habían escapado a los países vecinos ya en 2012. Algunos de ellos, además de otras personas procedentes de otros países, decidieron usar el trayecto por el Egeo para alcanzar Europa. Todos estos conflictos han hecho palidecer la atención al llamado conflicto israelo-palestino, también en una espiral de deterioro con el aumento de la “colonización” profunda del Gobierno israelí, cada vez más escorado a la derecha, y hacia la población palestina. La consecuencia sigue siendo el estrangulamiento de las ciudades palestinas de Cisjordania y el castigo colectivo, en forma de bloqueo que dura ya nueve años, a Gaza.

Sumados todos estos desastres, hay pocos motivos para conmemorar nada que no sea el frágil proceso de transición de Túnez, que reluce con intensidad en aquellos países que están en combustión permanente, pero que apenas ilumina a los propios tunecinos acosados por la falta de oportunidades económicas y la amenaza de que la lucha contraterrorista pueda llevarse por delante las libertades conquistadas en este periodo.

Más allá del estado de la actualidad, este 2016 algunos balances están marcados por dos tendencias: una disimulada acusación de culpabilidad de las revueltas árabes que pone el acento en la, supuesta, estabilidad anterior frente al caos actual y un retorno al viejo discurso de “nosotros” frente a “ellos”, que agrupa en bloques, supuestamente unificados y homogéneos, a grandes grupos de población. Ambas narrativas no solo son erradas y muy injustas para las poblaciones locales sino que puedan echar por tierra cualquier impulso de cambios positivos e inciden en algunas de las antiguas políticas que han contribuido al caos actual.

¿Para qué han servido las Primaveras Árabes? expresan algunos con desconfianza. La conclusión se suele presentar como una obvia concatenación lógica de los acontecimientos: vista la suma de desastres de 2016 frente a los que había en 2011. Se suele expresar como una añoranza la estabilidad previa a 2011 que habría sido perturbada porque los alzamientos y revoluciones frustradas abrieron la caja de los truenos de otros conflictos. A veces aparece en forma de acusación difusa por haber confundido -sea con informaciones, análisis o apoyo solidario- a las opiniones públicas del significado real de aquellos días y de los peligros que podrían llegar a Europa. En otras ocasiones, el caos actual se utiliza para re-escribir el relato de lo que sucedió en 2011.

Estas narrativas chocan con varias realidades. En primer lugar, es bastante irónico cargar la responsabilidad del panorama actual sobre los hombros de los centenares o miles de muertos en la represión de Tahrir o en Rabaa al-Adawiya, que se manifestaron por diferentes causas y contra diferentes Gobiernos en Egipto. O incluso doloroso pensar que aquella gente que se manifestó con sus manos desnudas en Daraa y otras ciudades de Siria en 2011 debe responder de la suma de conflictos que ha inundado el país en los últimos años: la militarización de la revuelta, la guerra regional intermediada entre casi una veintena de países y grupos y la irrupción del Daesh.

Además, cabría preguntarse si la anterior estabilidad era tal o apenas un espejismo duramente logrado con represión. Lejos de la legitimidad ganada en las independencias, las élites de muchos países árabes mantenían sus liderazgos con una mezcla de férrea represión y guiños a la religión. Las revueltas fueron un grito expresivo, o “protodemocrático” como las calificó Sami Näir, ante unos regímenes incapaces de encauzar con unas mínimas reformas las necesidades de empleo y voz de muchos de sus compatriotas.

Sin posibilidades económicas y sin posibilidad de reclamar nada, el muro de contención se tambaleó cuando los manifestantes desafiaron el miedo al castigo de policías, ejércitos o grupos de civiles pagados por los Gobiernos. En realidad, esa dique se mantenía apuntalado también por otros países, de fuera y dentro de la zona, que preferían pagar gendarmes en la zona confiando en que las consecuencias de los conflictos no llegarían a sus fronteras. Pero en realidad esa supuesta estabilidad no era tal, o al menos no lo era para los habitantes de muchos países: ocultada y agravada por la ausencia de derechos de todo tipos para las poblaciones, solo favorecía a las élites locales y las alianzas con otras élites internacionales y, lo que es incluso aún peor, alimentaba poco a poco conflictos internos: sociales, autoritarios, sobre el papel de la religión en cada país, sobre la dignidad para tener un empleo digno y hasta el mismo significado del Estado, a veces ni siquiera un palabra que alcanzaba más allá de las capitales de Libia o Yemen.

En todo caso, las manifestaciones, revueltas e intentos de revolución pusieron en jaque todo lo que esa significa esa apariencia de estabilidad: durante aquellos días se tambalearon dictaduras, ominosos acuerdos internacionales y los yihadistas perdieron su protagonismo. Y lo hicieron de la mejor manera al poner en primer plano las demandas sociales y transversales de “pan, dignidad y justicia social”. Durante meses lograron oscurecer a todos aquellos actores que veían peligrar sus beneficios, que no perdieron mucho tiempo en maniobrar contra todas las barreras que podían derribar los activistas y la gente en las calles. Por poner un ejemplo provocativo, nadie podría sostener ya que el 15M diera el triunfo al Partido Popular, como algunas voces expresaban con la misma lógica lineal en 2011. Sin comparar procesos y países muy distintos, la suma de cambios que vinieron después -mareas, partidos, cambios sociales y los resultados de las últimas elecciones- indica precisamente lo contrario en un proceso de cambio, abierto y en marcha, pero que fraguó dos o tres años después.

Similar se podría decir del argumento que sitúa a las revueltas árabes como responsables de liberar los truenos de otros conflictos. Ese argumento brota del simplismo de quiénes quieren analizar las complejas realidades de cada país solo desde un enfoque unicausal: primero solo había activistas, luego solo partidos islamistas, más tarde, solo “manos” internacionales y ahora, solo bárbaros del EI. Esa visión niega que las sociedades son campos simbólicos de batalla agitados por diferentes protagonistas que buscan fijar las reglas del juego de cada país y atraer a sus pueblos detrás de sí. Fue algo que sucedió en breves periodos desde 2011: los poblaciones locales no se vieron encerrados en la elección entre dos males igualmente indeseables: o dictaduras o caos sino que pusieron en cuestión, de la mejor manera, la suma de conflictos que lleva arrastrando la región desde décadas. Culpabilizar a las revueltas árabes de no resolver la gran cantidad de problemáticas de la región -fronteras, creación de Estados capaces de atender a sus habitantes, sistemas económicos eficientes y repartidores, el mismo papel de la religión, sus fronteras y las interferencias internacionales- vuelve a ser infundado. Era demasiado para un movimiento expresivo y además, su espíritu de cambio era una palanca para resolver esos conflictos en positivo.

Por último, unir en un difuso “nosotros” frente a “ellos”, los “otros” no solo comete la injusticia de incluir en un mismo bloque a opositores con partidarios de los régimen; gentes que abogan por un menor peso de la religión en la política con los que quieren que sea el único cauce para hacer oposición; sin tener siquiera en cuenta a aquellas personas que observaron pasivamente cualquier cambio. Como si en ese “ellos” en bloque incluyera a los tunecinos que han vuelto a salir a las calles de Kasserine a protestar; los privilegios de la época de Ben Ali; los que votaron a En Nahda, los reclutados para hacer expandir el odio en milicias en el Monte Chambi, Libia o Siria; y aquellos que intentan emigrar como pueden ante la falta de expectativas. Sería lo mismo, valga de nuevo de agitación, que sentiríamos si abriésemos el New York Times y desde hace un año no sé leyera otro titular que el de la “España de la corrupción”. Así para todos los que se han beneficiado de ella y los que la sufrimos y sin tener en cuenta los cambios sociales y políticos de este país en el que vivimos.

Pero además de ser inmerecido y simple, ese viejo discurso que retorna con el “nosotros” frente a los “otros” es un regalo a aquellos extremistas que juegan con el fuego de los sentimientos en Europa, con los refugiados árabes o las poblaciones musulmanas así en su conjunto como cabeza de turco. Tanto la extrema derecha que agita la islamofobia para rentabilizar el miedo y las fracturas de la crisis, como los fanáticos del autodenominado Estado Islámico, que los usan para atraer a más y más personas hacia sus discursos del odio.

Justo en este momento en el que el caos crece en muchos países del mundo árabe y las consecuencias llegan a Europa hace falta empujar en sentido contrario: reconocer quiénes son víctimas y quiénes son verdugos, quiénes son agentes de cambio positivo y quiénes siembran el odio, de donde viene su financiación y qué relaciones internacionales permite su ascenso. Como recuerda una campaña palestina, israelí e internacional contra la ocupación, o construimos puentes con todos ellos, a uno y otro lado del Mediterráneo y en pie de igualdad, u otros seguirán construyendo muros para lanzarnos a una gran mayoría contra ellos. Eso mismo que recordaba, de manera cruda, el activista emiratí Iyad Bagdadi, refugiado ahora en Noruega con motivo de las conversaciones sobre Siria y la influencia del autodenominado Estado Islámico: “No inventen musulmanes moderados cuando los dejaron bajo las ruedas de la represión hace apenas unos años”.

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