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Resistiendo a una guerra sin fin en Colombia: narcotráfico, multinacionales, paramilitares y abandono del Estado

Una bandera de la guerrilla del ELN en Colombia.

Lara Gil Menés

Delegada de la Asociación Paz con Dignidad en Colombia —

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Apenas 70 km separan Aguachica de Ocaña atravesando la Cordillera central andina, un trayecto habitual que conecta el Catatumbo con el Magdalena Medio. Aguachica pertenece al César y es uno de los lugares con mayores casos de falsos positivos y desapariciones forzadas. La guerra en el César es hoy una realidad y Aguachica es uno de los principales centros del paramilitarismo que opera de la mano de las empresas mineras y agroganaderas. También es la puerta de entrada a la Serranía de San Lucas, una zona minera donde en las últimas décadas el control territorial ha pertenecido a diferentes grupos armados.

El departamento vecino es el Norte de Santander, en la frontera con Venezuela. Hoy en día los migrantes venezolanos ocupan sus calles en busca de algo mejor, sin embargo, han llegado al Catatumbo, una de las zonas más complicadas del país. Ocaña es el paso de entrada a las comunidades catatumberas. Todo el mundo en Colombia conoce la región: la frontera, el narcotráfico, los intereses del capital transnacional y la guerra la sitúan como uno de los puntos más calientes del conflicto social armado.

Durante la hora y media que dura el viaje de Aguachica a Ocaña observo ensimismada el paisaje recordando los relatos que las víctimas y familiares de víctimas de Aguachica nos compartieron horas antes. Al igual que sucedió en Soacha, en Aguachica un grupo de jóvenes fueron sacados de sus hogares engañados con la falsa promesa de darles un trabajo. Las familias cuentan cómo se despidieron felices esperando durante días una llamada con información sobre los primeros días en el nuevo trabajo.

Esa llamada nunca llegó, la que sí llegó fue la de la policía informándoles que habían encontrado sus cuerpos. Los jóvenes, que ni eran delincuentes, ni tenían vínculos con grupos armados ilegales, fueron asesinados por la Brigada Móvil XV con sede en Ocaña y enterrados en el cementerio de las Liscas. Pertenecían al grupo de jóvenes presentados como guerrilleros dados de baja en combate que más tarde pasaron a ser conocidos como los falsos positivos.

Entre 2002 y 2010 salieron a la luz numerosas historias similares a esta. Todas las miradas apuntaban a Colombia: los “falsos positivos” son ejecuciones extrajudiciales a jóvenes en situaciones de vulnerabilidad, llevadas a cabo por el ejército durante el mandato de Uribe. El mismo a quien el pasado 8 de octubre, tras siete horas de comparecencia en una indagatoria ante la Corte Suprema, le aceptaron los cargos por el delito de manipulación de testigos, concretamente del testimonio de un exparamilitar que lo señalaba directamente como uno de los responsables del nacimiento del paramilitarismo en Colombia.

Esto implica que el que todavía muchas personas consideran presidente del país, puede ser condenado por soborno y fraude electoral. Para quienes conocemos de primera mano los crímenes de Estado que se cometieron durante su mandato, este proceso no es suficiente. Sin embargo, como defienden los y las colombianas, esta indagatoria es lo más cerca que la población colombiana ha estado de verle juzgado en estos últimos diez años.

A pesar de que entre el 2003 y 2006 se desmovilizaron alrededor de 35.000 paramilitares en el marco de la negociación entre el Gobierno Nacional y las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), Aguachica está lleno de paramilitares, algunos nunca se fueron, otros han vuelto tras cumplir condenas que no llegan a 10 años. Cuando una camina por sus calles, puede sentir esa presencia, las miradas, las motos que pasan repetidamente alrededor de ciertos lugares, los desconocidos que se acercan ofreciendo relojes o bolsas y te preguntan qué haces por ahí.

Pero en Aguachica no solo hay falsos positivos, también hay familiares de víctimas de desapariciones forzadas. Son quienes peor lo pasan, tras más de diez años todavía no tienen un cuerpo por el que llorar. Además, conviven en la misma ciudad que sus verdugos, paramilitares identificados por las familias que viven en la impunidad. Ante esta situación, parece imposible que estas familias algún día logren sanar y reparar el daño. Aun así, vinculadas al MOVICE (Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado), las familias se reúnen para sanar conjuntamente y exigir que se haga justicia y se cumpla con el proceso de verdad y reparación que merecen. Es un derecho universal de las víctimas para poder avanzar y continuar con sus vidas.

Cuando los casos salieron a la luz, un grupo de mujeres logró captar la atención de los medios. Las 'Madres de Soacha' iniciaron un proceso de visibilización y denuncia pública por el asesinato de sus hijos. En nuestra reunión con víctimas de Aguachica comprobamos que también son las madres, las hermanas y las hijas quienes mantienen viva la memoria de los jóvenes y quienes sostienen el ejercicio político.

Muchas son víctimas, pero también son lideresas que se juegan la piel cada día. En Colombia, los territorios que viven el conflicto están llenos de mujeres que desde sus hogares y comunidades construyen con las vecinas redes de autoprotección y exigencia de derechos. Un trabajo invisible, escondido muchas veces por los liderazgos masculinos que predominan en los procesos organizativos, pero imprescindible para sostener dichos procesos y que se hace desde otro lugar, el del cuidado, el comadreo y el acuerpamiento.

No es casual que los movimientos de víctimas estén liderados por mujeres, ellas son las supervivientes. Como en todas las guerras, mientras los hombres se matan entre ellos, las mujeres se quedan tratando de reconstruir lo que ha sido arrasado, lo hacen sin sus seres queridos y en la mayoría de los casos habiendo sufrido todo tipo de violencia. Muchas tienen hogares que sacar adelante y no pueden dejar de hacerlo cuando asesinan o arrestan a sus seres queridos, otras son perseguidas por defender los derechos de la tierra y las comunidades. Pero todas tienen una fuerza dentro que les mantiene en pie frente a esta guerra que parece no tener fin.

Este mes se cumplen once años tras la desaparición de los jóvenes. El año pasado las familias fueron hasta Ocaña a conmemorar y a exigir justicia frente a los crímenes de Estado. El autobús que ahora nos lleva hasta allí pasa por la base militar donde se planeó esta operación, la base está activa y es parte de un operativo militar que cuenta con 17.000 efectivos de la fuerza pública, lo que da una relación de 1 soldado por cada 10 habitantes, este dato es especialmente preocupante si tenemos en cuenta que en la misma región cuentan con 1 médico por cada 5.000 habitantes.

En Ocaña se respira una inusual calma si tenemos en cuenta que los corregimientos de alrededor viven en medio de la guerra. A medida que una se adentra en el Catatumbo, aumentan las pintadas y los retenes. Actualmente hay activos tres grupos armados: el ELN, el EPL y las disidencias de FARC. Las comunidades viven bajo el control territorial de los grupos armados legales e ilegales. En medio del fuego y las armas, construyen propuestas de paz y autonomía. Los problemas de estas comunidades, al igual que las que rodean Aguachica, tienen que ver con estos grupos, pero también con el abandono del Estado (entiéndase Estado en todos los niveles: nacional, regional y local), al que parece que le interesa que no lleguen los recursos y estructuras necesarias para una vida digna.

El abandono estatal permite que los grupos armados campen a sus anchas y es el escenario perfecto para que las empresas financiadas con capital nacional y extranjero (muchas veces europeo) impongan megaproyectos extractivos (entre los que se incluye el fraking) y de monocultivos, despojando a las comunidades de sus tierras. Mientras las pequeñas familias campesinas se van, llegan las plantaciones de palma que secan los ríos y las retroexcavadoras que los contaminan.

Este abandono también le beneficia al narcotráfico, los principales cárteles del mundo atraviesan Colombia de una punta a otra, generando millones y millones de dólares y empobreciendo a la población campesina para surtirnos de droga a Europa y EEUU. Mientras el dinero y la coca llegan a Europa, a Colombia no llegan las responsabilidades por las consecuencias que la inversión de capital transnacional deja en los territorios y las comunidades.

Quienes creemos que la vida de una campesina vale más que cientos de litros de petróleo; o que conservar el río Cauca que da vida a miles de pueblos es más importante que la construcción de una represa, observamos como las empresas gozan de impunidad y los gobiernos fomentan las políticas del despojo. Aunque pocas, todavía quedamos organizaciones y movimientos que creemos que la cooperación internacional debe orientarse en torno a la solidaridad entre pueblos para frenar el capitalismo global. Y construimos de la mano con las organizaciones de los países saqueados propuestas internacionalistas de cooperación para defender vidas dignas.

La historia de Colombia es la historia de la disputa del territorio, y son las comunidades que hasta hoy pertenecen a él y lo trabajan las que sufren las consecuencias. La sobrina de un desaparecido nos preguntaba: ¿Qué hemos hecho para vivir todo esto? Y aunque el silencio fue la respuesta, todas sabíamos que lo único que han hecho es defender su vida en unos territorios que las multinacionales y el narcotráfico se reparten ante la permisividad del Estado y la comunidad internacional.

Este despojo hace que Colombia sea el segundo país del mundo con mayor número de desplazamientos internos. Mientras Occidente mira con preocupación a Venezuela, en Colombia hay cientos de comunidades en alerta por desplazamientos. En medio de todo esto, la población resiste a la guerra con propuestas de paz digna, porque el conflicto en Colombia se cuenta por sus muertos, pero también por sus familias y seres cercanos que cada día sacan fuerzas para exigir y construir otro país.

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